miércoles, 16 de marzo de 2016

La silla en la cocina. Parte final.

Tiene los ojos cerrados. Piensa que tal vez así no pueda seguir entrando el dolor desde fuera, aunque tampoco se va el de dentro. Está sentada en el primer banco de la Iglesia, el reservado para los familiares más allegados del difunto. Por ley de vida, sabía que algún día estaría sentada ahí. Lo que no esperaba es que fuera tan pronto, ni en esas circunstancias.

Con las manos sobre el regazo, la cabeza le da vueltas. No sabe lo qué siente. ¿Pena? ¿Lástima? ¿Dolor? ¿Alivio? En uno de esos pensamientos absurdos que tenemos a veces las personas en situaciones críticas, visualiza a los personajes de la película Del Revés (Inside Out) en su cabeza... ¡menuda pelea deben estar teniendo! Y se le escapa una leve sonrisa. Inadecuado. Marta, contrólate. Quién quiera que sea el personaje encargado del control, va a tener que hacer horas extras. Porque de lo que verdad tiene ganas, es de levantarse, saltar, romper cosas, chillar hasta quedarse afónica... ¿Quién sabe? Quizá no estaría tan fuera de lugar... Pobrecilla, dirían, está loca de dolor... no es para menos...

La Iglesia está llena de gente. La mayoría han ido para acompañarla en estos terribles momentos. Otros muchos, como homenaje a su madre. Unos pocos, muy pocos, por su padre. El cura va soltando su letanía, una retahíla de palabras que no le llegan, que no escucha. ¿De verdad existe Dios? Quedan pocos argumentos que la convenzan de ello. Ninguno, de hecho. Cuando acaba el funeral, se pone en pie. Ve desfilar rostros y rostros por delante suyo sin reconocer a nadie. Le dan el pésame, lo siento... te acompaño en el sentimiento... cuánto lo siento, de verdad... tienes que ser fuerte... un beso en la mejilla, un apretón de manos... Se siente mareada. Sólo quiere salir corriendo de allí.

Y lo hace. Con la mente. Mientras sigue dando la mano como una autómata, sin saber a quién lo hace, recuerda una escena de su biografía. Es domingo. Su madre lleva puesto un vestido estampado de margaritas amarillas, muy desgastado, pero que la hace preciosa. Está sentada en la hierba, luce un sol espléndido y el viento hace bailar sus cabellos. Está sonriendo. Ella está tumbada en la áspera manta de cuadros, con la cabeza en su regazo. Le acaricia el cabello, con esas manos que sólo las madres tienen. Ambas contemplan a su padre intentando pescar truchas en el río. Está desenredando el sedal cuando se pincha con el anzuelo en el pulgar. ¡Au!  Se chupa el dedo instintivamente mientras les dedica una amplia sonrisa y se encoge de hombros: ¡qué torpe soy!  De vuelta a casa en el viejo 600, se tumba en el asiento de atrás y cuenta las farolas que ve pasar del revés por la ventanilla. En el coche suenan rancheras de Rocío Durcal o rumbas de Los Chunguitos. Eran tiempos felices.

¿En qué momento su familia bajó a los infiernos? Su padre siempre ha sido una persona machista, pero es que se ha transformado en un monstruo. ¡Tantas veces le dijo a su madre que denunciara! Si se hubiera ido a vivir con ella, nada de esto habría pasado. No puede entender cómo hay mujeres que lo aguantan cada día de su vida. No le cabe en la cabeza. Su madre es una persona humilde y sin estudios, pero inteligente. ¿Por qué se ha dejado tratar así?

Mario la coge de los hombros y la conduce suavemente a la salida. Se sube al coche de lujo que las funerarias ponen para estos casos. Todo un cortejo de buitres que hacen la danza del Euro... perdone, señorita, sé que son momentos muy duros, pero tendría que elegir qué tipo de ceremonia quiere... ¿cómo quiere los recordatorios?... ¿le parece bien este poema?... tendría que elegir también las flores, sólo le entran dos coronas pequeñas, el resto son extras... también el ataúd, ¿quiere mirar el catálogo? Le aconsejo este modelo, es el más confortable... ¿Confortable? Si no fuera por lo trágico de la situación, le daría la risa... Por suerte, todo ha acabado.

Por hoy.

En el trayecto a casa, apoya la cabeza en la ventanilla y mira las farolas de la autopista pasar. Como cuando era niña. Saca el móvil del bolso. 128 Whats App. No tengo fuerzas para leerlos. Seis correos electrónicos, uno de ellos, del abogado. Lo abre. Básicamente le dice que la cosa está difícil, pero no imposible. El fiscal, seguramente, pedirá la pena mínima por homicidio: diez años. Es su trabajo. Él, por su parte, solicitará la absolución. No en vano concurren varias eximentes: trastorno mental transitorio, defensa propia y miedo insuperable. Nadie puede culparla. Se cansó de tener miedo. Se defendió. Pero, de momento, su madre tiene que seguir preventiva en el centro penitenciario Alcalá de Guadaira. La maquinaria judicial sigue su curso.

Mañana irá a visitarla. Empieza para ella una nueva y difícil vida, en la que va a tener que vivir con el hecho de haber matado a su marido. No todas las mujeres maltratadas tienen la misma suerte.

martes, 8 de marzo de 2016

La silla en la cocina. Segunda parte.

Fuente: Blog de Beatriz Salas

Lo tiene claro. Mañana mismo lo deja.


Está fregando los platos de mediodía y nota su mirada clavada en la nuca. Hace meses que no se mueve de esa silla en la cocina. Todo el día ahí sentado, sin moverse para nada, excepto para ir al baño. O para quererla, claro.

Aparte del ruido del agua  y del chocar de la vajilla, sólo se escucha el sonido de la navaja al rozar con la madera: ¡tchas! ¡tchas! La pone nerviosa. Con cada chasquido da un pequeño respingo, procurando que no se le note, por supuesto. No hay que hacer nada que pueda enfurecerlo. Pero si el ruido se interrumpe, es peor: contiene la respiración, intentando anticipar si se va a levantar y acercar por detrás, o se trata sólo de una pausa sin más.

Recuerda otros tiempos en los que su casa estaba llena de alegría. Fregaba los platos con la radio puesta y canturreaba coplas, rumbas o bulerías mientras los niños andaban por la cocina, desordenando los cajones en un alegre torbellino. Pepe venía a casa a comer, cansado de conducir tantas horas, pero normalmente de buen humor. Se acercaba por detrás, la abrazaba por la cintura y le daba un dulce y cariñoso beso en el cuello que la hacía estremecerse. ¿Qué hay de comer, nena? le preguntaba mientras, al separarse, le desabrochaba el nudo del delantal, iniciando una divertida rutina que los sumergía en una "pelea" de alegres manotazos, besos y abrazos. A veces, si conseguían que los niños hicieran la siesta, hacían el amor en la cama antes de que Pepe volviera al trabajo. Era algo rápido, mecánico y poco cuidadoso, pero ella siempre pensaba que era porque lo hacían con prisas. Era feliz. Pepe la quería.

¿En qué momento eso cambió? ¿En qué momento los manotazos pasaron a ser de verdad? Él siempre ha sido un poco machista, un hombre de los de antes. Pero su padre también lo era y nunca le puso la mano encima a su madre. Al contrario, se amaron hasta el final de sus días. ¡Ay, su madre! ¡Cómo la echa de menos! ¿Qué pensaría si la viera ahora? Tiene ganas de llorar, pero ya no se acuerda cómo se hace. Se ha quedado sin lágrimas. Le escuece mucho el ojo y tiene terribles dolores de cabeza desde hace días. Al menos, esta última vez no ha sido de las peores. Con diferencia, lo que peor lleva de todo es la vergüenza, tener que inventar excusas que ya nadie cree para justificar sus heridas. Las de fuera. Como aquella vez que le rompió el brazo... Marta se puso furiosa y la convenció para ir a comisaría a denunciarlo. Pero una vez allí no pudo. ¿Cómo iba a denunciarlo y luego volver a casa con él? ¡La mataría! Marta insistía en que se fuera a vivir con ella, pero tampoco puede hacerlo. Sabe que sólo sería un estorbo, una carga más en la vida de su hija, que bastante tiene ya con el trabajo, la casa, los niños...

Los golpes son lo de menos, en realidad. Hay otras cosas que hieren más, con un dolor sordo y profundo. Y luego está el terror. El hecho de vivir en estado de pánico y alerta continua... Por más que lo intenta, no logra encontrar una explicación al cambio de actitud de su marido. Cuando Javi murió, todos murieron un poco. Ella la que más. Tal vez se distanció de Pepe cuando él más la necesitaba. Tal vez lo descuidó. Pero es que se quedó seca de amor. ¿Cómo se supera la muerte de un hijo? No hay día que pase que no tenga un recuerdo para él. A veces es inevitable pensar que si estuviera vivo, impediría que su padre la tratara así. Ya debería ser todo un hombretón. Este diciembre hubiera cumplido 23 años...

No. No hay excusa. Todo el mundo lo pasa mal por diferentes razones. Cierto que el taxi debe ser muy estresante, pero también lo es llevar una casa. Además, el trabajo en la residencia, su única válvula de escape, tuvo que dejarlo porque los celos de Pepe eran insoportables. Se le caía la cara de vergüenza cada vez que le montaba una escena a Ivan, el celador que tan amablemente la traía a casa cada noche, por hacerle un favor. Por más que le explicaba una y otra vez a Pepe que el chico era gay (además de que podría ser su hijo), no había manera: Sí, sí... ¡se hace el maricón! ¡Esos son los peores!

No hay excusa. Pero seguro que hay algo que ella está haciendo mal para hacer que su marido la trate como a un perro. Peor que a un perro. Ese pensamiento la traslada a su infancia, a su casa. A su fiel perro ovejero, Pluto (al que habían puesto ese nombre gracias a la tía Adela, que vivía en un pueblo de Texas, en las Américas, y les había contado, en una visita, que Pluto era el perro más famoso del planeta). Al olor a pan recién hecho, a ropa recién lavada y a flores de eucalipto en los armarios. A las manos de su madre. Recuerda cuando se tumbaba en el pajar con su amiga Amalia y jugaban a adivinar las formas de las nubes. Recuerda que inventaban cómo serían sus vidas cuando fueran mayores. Amalia siempre decía que se casaría con un abogado o un boticario, que viviría en la gran ciudad y que sería toda una señorita rica. Ella, en cambio, aspiraba a estudiar. Quería ser maestra, vivir sola y ser independiente. Nunca imaginó una vida como la que le ha tocado vivir.

Mira la loza enjabonada y la pone mecánicamente a escurrir en la bayeta.Se seca las manos en un trapo de cocina y se da la vuelta. Mira a su marido, ese desconocido, y le pregunta, con la más sumisa y dulce de sus voces, qué va a querer para cenar. Pepe no contesta. La mira fijamente, con esas pupilas desquiciadas, y suspira. Nota cómo el escalofrío del pánico electrifica cada célula de su piel. Asímismo, percibe cómo el fluido cálido e incontrolable mana de entre sus piernas y se derrama lentamente por sus bragas y sus muslos.

Lo tiene claro. Mañana mismo lo deja.

martes, 1 de marzo de 2016

La silla en la cocina

La mira mientras friega los platos. Ve su espalda ancha y su culo rollizo, dónde otrora hubiera unas curvas que lo volvían loco. Su cuerpo se menea al son de los vaivenes del estropajo, tan enérgica en todo lo que hace. Lleva su moño de siempre: un recogido que no tarda más de un minuto en hacerse y del que, a lo largo del día, van escapándose mechones tan rebeldes como ella. Porque la Paca siempre ha sido una rebelde. Bueno, lo era.

La vida no ha sido fácil para ella. No ha sido fácil para ninguno de los dos. Superar la muerte de un hijo es algo a lo que nadie tendría que enfrentarse. Pero nunca ha oído a la Paca quejarse. Es de esas mujeres de campo, fuertes, de manos anchas y mente práctica. A veces cierra los ojos y todavía le parece verla con su único vestido de los domingos, estampado de flores amarillas, la rebeca blanca a los hombros, paseando arriba y abajo de la alameda, del brazo de su amiga Amalia. Él la miraba, sentado en el murete con los muchachos de su cuadrilla. Se cruzaban cómplices miradas y sonrisas veladas, bajo la atenta mirada de sus hermanos mayores. En aquel entonces, ya sabía que sería para él.

Ha pasado mucho tiempo. Buenos momentos y tragos amargos. Toda una vida.

Sentado en la silla de la cocina, se entretiene en tallar una vara con su navaja. No tiene un objetivo concreto. Simplemente, los movimientos, rítmicos y rutinarios, lo ayudan a relajarse. Últimamente está nervioso e irritable, a la que salta. Bueno, últimamente, no: desde hace mucho. Él lo sabe. Y sabe que tendría que remediarlo. Lo que no sabe es cómo hacerlo. Al fin y al cabo, no es culpa suya. Él ya lo intenta. Tiene demasiadas cosas en la cabeza. Su día a día es muy duro. Al principio le pareció una buena idea lo del taxi, siempre le había gustado conducir. Fue uno de los primeros del pueblo en sacarse el carnet. Le gusta rememorar el día en que apareció por la calle de la plaza con su 600 amarillo recién comprado (a muchísimos plazos, por supuesto), en busca de la Paca. Fue la envidia y la comidilla de todo el pueblo. Iba tan ufano y orgulloso como un pavo real. ¡Que todo el mundo supiera lo bien que le iba a Pepe en la capital! Se dio un paseo despacio, con las ventanillas bajadas, presumiendo de coche y de novia, porque la Paca era la chica más guapa del pueblo, de eso no hay duda. Y después, en su luna de miel, recorrieron casi todo el levante con el 600, durmiendo en pensiones sencillas y disfrutando de la arena de la playa en los pies. Eran felices teniéndose el uno al otro, descubriendo juntos las mieles de la vida...

Sin embargo ahora... las jornadas en el taxi eran de dieciséis horas para traer un mísero jornal a casa. La ciudad está llena de paquistaníes de esos, que se han hecho los dueños del taxi a precios reventados. Y tener que aguantar todo el día a los clientes, cada uno con sus historias y sus exigencias... ¡que la gente está muy mal de la cabeza! Tuvo que dejarlo.

Desde entonces se pasa las horas sentado en esa silla de la cocina, viendo la vida pasar. Sólo quiere paz y tranquilidad, un poco de comprensión. Pero la Paca siempre hace algo para estropearlo todo. Al menos, ya dejó de trabajar en la residencia. No le gustaba que andara para aquí y para allá a las tantas de la noche y los fines de semana. Y mucho menos que la trajera a casa aquel compañero suyo. Ella siempre decía que sólo era un compañero. Al fin y al cabo, eso dicen todas, ¿no? Su lugar estaba allí: en su casa, con él; en su cocina. Así es como él es feliz, teniéndola a su lado. No se considera machista, aunque sí de costumbres antiguas. En su casa le enseñaron que es el hombre el que tiene que mantener a la familia. Y aunque él ahora no puede hacerlo, la Paca está dónde tiene que estar.

No lo consiguió así con su hija Marta. Esa sí que salió rebelde de verdad. No entiende su actitud, ni porqué está tan enfadada con él. Ya hace más de dos años que no la ve. La última vez fue en comisaría. Nunca olvidará aquella mirada suya, tanto rencor, tanta rabia... Ese día murió su hija también para él. ¿Cómo pudo traicionarlo así? Sabe que la Paca la ve a escondidas, aunque siempre se lo niega, y eso le pone furioso. Debería saberlo. Y sin embargo, sigue haciéndolo.

Ha acabado de fregar los platos. Se seca las manos en un trapo de cocina mientras se da la vuelta, lo mira y le pregunta qué va a querer para cenar. Aún tiene marcas violetas y azules alrededor del ojo y en la comisura del labio. Por culpa de eso lleva más de diez días sin salir de casa, para que nadie le pregunte. Por lo menos, eso ya lo ha aprendido. La mira fijamente mientras sigue tallando el trozo de madera entre sus manos. Suspira. La quiere más que a nada en este mundo. Lástima que no le quede más remedio que matarla.