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martes, 8 de marzo de 2016

La silla en la cocina. Segunda parte.

Fuente: Blog de Beatriz Salas

Lo tiene claro. Mañana mismo lo deja.


Está fregando los platos de mediodía y nota su mirada clavada en la nuca. Hace meses que no se mueve de esa silla en la cocina. Todo el día ahí sentado, sin moverse para nada, excepto para ir al baño. O para quererla, claro.

Aparte del ruido del agua  y del chocar de la vajilla, sólo se escucha el sonido de la navaja al rozar con la madera: ¡tchas! ¡tchas! La pone nerviosa. Con cada chasquido da un pequeño respingo, procurando que no se le note, por supuesto. No hay que hacer nada que pueda enfurecerlo. Pero si el ruido se interrumpe, es peor: contiene la respiración, intentando anticipar si se va a levantar y acercar por detrás, o se trata sólo de una pausa sin más.

Recuerda otros tiempos en los que su casa estaba llena de alegría. Fregaba los platos con la radio puesta y canturreaba coplas, rumbas o bulerías mientras los niños andaban por la cocina, desordenando los cajones en un alegre torbellino. Pepe venía a casa a comer, cansado de conducir tantas horas, pero normalmente de buen humor. Se acercaba por detrás, la abrazaba por la cintura y le daba un dulce y cariñoso beso en el cuello que la hacía estremecerse. ¿Qué hay de comer, nena? le preguntaba mientras, al separarse, le desabrochaba el nudo del delantal, iniciando una divertida rutina que los sumergía en una "pelea" de alegres manotazos, besos y abrazos. A veces, si conseguían que los niños hicieran la siesta, hacían el amor en la cama antes de que Pepe volviera al trabajo. Era algo rápido, mecánico y poco cuidadoso, pero ella siempre pensaba que era porque lo hacían con prisas. Era feliz. Pepe la quería.

¿En qué momento eso cambió? ¿En qué momento los manotazos pasaron a ser de verdad? Él siempre ha sido un poco machista, un hombre de los de antes. Pero su padre también lo era y nunca le puso la mano encima a su madre. Al contrario, se amaron hasta el final de sus días. ¡Ay, su madre! ¡Cómo la echa de menos! ¿Qué pensaría si la viera ahora? Tiene ganas de llorar, pero ya no se acuerda cómo se hace. Se ha quedado sin lágrimas. Le escuece mucho el ojo y tiene terribles dolores de cabeza desde hace días. Al menos, esta última vez no ha sido de las peores. Con diferencia, lo que peor lleva de todo es la vergüenza, tener que inventar excusas que ya nadie cree para justificar sus heridas. Las de fuera. Como aquella vez que le rompió el brazo... Marta se puso furiosa y la convenció para ir a comisaría a denunciarlo. Pero una vez allí no pudo. ¿Cómo iba a denunciarlo y luego volver a casa con él? ¡La mataría! Marta insistía en que se fuera a vivir con ella, pero tampoco puede hacerlo. Sabe que sólo sería un estorbo, una carga más en la vida de su hija, que bastante tiene ya con el trabajo, la casa, los niños...

Los golpes son lo de menos, en realidad. Hay otras cosas que hieren más, con un dolor sordo y profundo. Y luego está el terror. El hecho de vivir en estado de pánico y alerta continua... Por más que lo intenta, no logra encontrar una explicación al cambio de actitud de su marido. Cuando Javi murió, todos murieron un poco. Ella la que más. Tal vez se distanció de Pepe cuando él más la necesitaba. Tal vez lo descuidó. Pero es que se quedó seca de amor. ¿Cómo se supera la muerte de un hijo? No hay día que pase que no tenga un recuerdo para él. A veces es inevitable pensar que si estuviera vivo, impediría que su padre la tratara así. Ya debería ser todo un hombretón. Este diciembre hubiera cumplido 23 años...

No. No hay excusa. Todo el mundo lo pasa mal por diferentes razones. Cierto que el taxi debe ser muy estresante, pero también lo es llevar una casa. Además, el trabajo en la residencia, su única válvula de escape, tuvo que dejarlo porque los celos de Pepe eran insoportables. Se le caía la cara de vergüenza cada vez que le montaba una escena a Ivan, el celador que tan amablemente la traía a casa cada noche, por hacerle un favor. Por más que le explicaba una y otra vez a Pepe que el chico era gay (además de que podría ser su hijo), no había manera: Sí, sí... ¡se hace el maricón! ¡Esos son los peores!

No hay excusa. Pero seguro que hay algo que ella está haciendo mal para hacer que su marido la trate como a un perro. Peor que a un perro. Ese pensamiento la traslada a su infancia, a su casa. A su fiel perro ovejero, Pluto (al que habían puesto ese nombre gracias a la tía Adela, que vivía en un pueblo de Texas, en las Américas, y les había contado, en una visita, que Pluto era el perro más famoso del planeta). Al olor a pan recién hecho, a ropa recién lavada y a flores de eucalipto en los armarios. A las manos de su madre. Recuerda cuando se tumbaba en el pajar con su amiga Amalia y jugaban a adivinar las formas de las nubes. Recuerda que inventaban cómo serían sus vidas cuando fueran mayores. Amalia siempre decía que se casaría con un abogado o un boticario, que viviría en la gran ciudad y que sería toda una señorita rica. Ella, en cambio, aspiraba a estudiar. Quería ser maestra, vivir sola y ser independiente. Nunca imaginó una vida como la que le ha tocado vivir.

Mira la loza enjabonada y la pone mecánicamente a escurrir en la bayeta.Se seca las manos en un trapo de cocina y se da la vuelta. Mira a su marido, ese desconocido, y le pregunta, con la más sumisa y dulce de sus voces, qué va a querer para cenar. Pepe no contesta. La mira fijamente, con esas pupilas desquiciadas, y suspira. Nota cómo el escalofrío del pánico electrifica cada célula de su piel. Asímismo, percibe cómo el fluido cálido e incontrolable mana de entre sus piernas y se derrama lentamente por sus bragas y sus muslos.

Lo tiene claro. Mañana mismo lo deja.

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