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martes, 1 de marzo de 2016

La silla en la cocina

La mira mientras friega los platos. Ve su espalda ancha y su culo rollizo, dónde otrora hubiera unas curvas que lo volvían loco. Su cuerpo se menea al son de los vaivenes del estropajo, tan enérgica en todo lo que hace. Lleva su moño de siempre: un recogido que no tarda más de un minuto en hacerse y del que, a lo largo del día, van escapándose mechones tan rebeldes como ella. Porque la Paca siempre ha sido una rebelde. Bueno, lo era.

La vida no ha sido fácil para ella. No ha sido fácil para ninguno de los dos. Superar la muerte de un hijo es algo a lo que nadie tendría que enfrentarse. Pero nunca ha oído a la Paca quejarse. Es de esas mujeres de campo, fuertes, de manos anchas y mente práctica. A veces cierra los ojos y todavía le parece verla con su único vestido de los domingos, estampado de flores amarillas, la rebeca blanca a los hombros, paseando arriba y abajo de la alameda, del brazo de su amiga Amalia. Él la miraba, sentado en el murete con los muchachos de su cuadrilla. Se cruzaban cómplices miradas y sonrisas veladas, bajo la atenta mirada de sus hermanos mayores. En aquel entonces, ya sabía que sería para él.

Ha pasado mucho tiempo. Buenos momentos y tragos amargos. Toda una vida.

Sentado en la silla de la cocina, se entretiene en tallar una vara con su navaja. No tiene un objetivo concreto. Simplemente, los movimientos, rítmicos y rutinarios, lo ayudan a relajarse. Últimamente está nervioso e irritable, a la que salta. Bueno, últimamente, no: desde hace mucho. Él lo sabe. Y sabe que tendría que remediarlo. Lo que no sabe es cómo hacerlo. Al fin y al cabo, no es culpa suya. Él ya lo intenta. Tiene demasiadas cosas en la cabeza. Su día a día es muy duro. Al principio le pareció una buena idea lo del taxi, siempre le había gustado conducir. Fue uno de los primeros del pueblo en sacarse el carnet. Le gusta rememorar el día en que apareció por la calle de la plaza con su 600 amarillo recién comprado (a muchísimos plazos, por supuesto), en busca de la Paca. Fue la envidia y la comidilla de todo el pueblo. Iba tan ufano y orgulloso como un pavo real. ¡Que todo el mundo supiera lo bien que le iba a Pepe en la capital! Se dio un paseo despacio, con las ventanillas bajadas, presumiendo de coche y de novia, porque la Paca era la chica más guapa del pueblo, de eso no hay duda. Y después, en su luna de miel, recorrieron casi todo el levante con el 600, durmiendo en pensiones sencillas y disfrutando de la arena de la playa en los pies. Eran felices teniéndose el uno al otro, descubriendo juntos las mieles de la vida...

Sin embargo ahora... las jornadas en el taxi eran de dieciséis horas para traer un mísero jornal a casa. La ciudad está llena de paquistaníes de esos, que se han hecho los dueños del taxi a precios reventados. Y tener que aguantar todo el día a los clientes, cada uno con sus historias y sus exigencias... ¡que la gente está muy mal de la cabeza! Tuvo que dejarlo.

Desde entonces se pasa las horas sentado en esa silla de la cocina, viendo la vida pasar. Sólo quiere paz y tranquilidad, un poco de comprensión. Pero la Paca siempre hace algo para estropearlo todo. Al menos, ya dejó de trabajar en la residencia. No le gustaba que andara para aquí y para allá a las tantas de la noche y los fines de semana. Y mucho menos que la trajera a casa aquel compañero suyo. Ella siempre decía que sólo era un compañero. Al fin y al cabo, eso dicen todas, ¿no? Su lugar estaba allí: en su casa, con él; en su cocina. Así es como él es feliz, teniéndola a su lado. No se considera machista, aunque sí de costumbres antiguas. En su casa le enseñaron que es el hombre el que tiene que mantener a la familia. Y aunque él ahora no puede hacerlo, la Paca está dónde tiene que estar.

No lo consiguió así con su hija Marta. Esa sí que salió rebelde de verdad. No entiende su actitud, ni porqué está tan enfadada con él. Ya hace más de dos años que no la ve. La última vez fue en comisaría. Nunca olvidará aquella mirada suya, tanto rencor, tanta rabia... Ese día murió su hija también para él. ¿Cómo pudo traicionarlo así? Sabe que la Paca la ve a escondidas, aunque siempre se lo niega, y eso le pone furioso. Debería saberlo. Y sin embargo, sigue haciéndolo.

Ha acabado de fregar los platos. Se seca las manos en un trapo de cocina mientras se da la vuelta, lo mira y le pregunta qué va a querer para cenar. Aún tiene marcas violetas y azules alrededor del ojo y en la comisura del labio. Por culpa de eso lleva más de diez días sin salir de casa, para que nadie le pregunte. Por lo menos, eso ya lo ha aprendido. La mira fijamente mientras sigue tallando el trozo de madera entre sus manos. Suspira. La quiere más que a nada en este mundo. Lástima que no le quede más remedio que matarla.


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