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sábado, 14 de marzo de 2015

(Dis)capacidad

Lo primero que me llama la atención es ver que se está comiendo una chocolatina. Va sentada delante de mí, en el asiento que queda en diagonal al mío, por lo que, a través del hueco entre asientos, tengo cierto ángulo de visión. Mmmm... ¡qué rico!  No es una chocolatina, es una barrita tipo Kínder, pero de la marca Hacendado. Se ha comido una, coge la caja del asiento contiguo (una de esas que lleva 16 barritas), y saca otra. Vaya, las compra para sus hijos, pero no puede resistirse... jijiji... ¡yo tampoco podría!

Hay algo ritual en su manera de abrir el envoltorio. La coge con una delicadeza extrema, apenas sin rozarla. Tiene los dedos regordetes y sucios, las uñas a medio pintar con un esmalte barato, de esos que utiliza mi hija, un anillo muy kitsch. Uy, algo aquí no está bien. Intento concentrarme en la novela policíaca que acabo de empezar, pero irremediablemente mis ojos vuelan hacia el ángulo espacial que me permite observarla. Hay algo en su forma de actuar que me hipnotiza.

Ya va por la tercera barrita y coge otra. La desnuda con la misma ternura y cuidado que a las anteriores. Destapa el envoltorio siempre de la misma forma, cogiendo con delicadeza los extremos, y en el mismo orden. No sé si tiene miedo de que se rompan, de mancharse, o simplemente está teniendo un espacio de intimidad con el chocolate que yo también tendría.

Va despeinada. Tiene el pelo corto, negro, con algunas canas diseminadas por aquí y por allá, y con numerosas calvas. Lleva unas gruesas gafas de pasta, con gruesos cristales por los que miro a través de una esquinita y distorsionan lo que tiene delante.

Cuando se gira para coger otra vez la caja, puedo verle un poco el perfil. Tiene el bigote sin depilar, con un vello negro y espeso, y sobre él, una capa de mocos transparentes, viscosos y brillantes. ¡Ostras! ¿No se ha dado cuenta? ¿Se lo digo? ¡Si hombre!

Coge una cuarta barrita, con la que repite la operación de las dos anteriores. Joder, va a dejar a sus hijos sin barritas... Está gordita y viste una camiseta con un estampado imposible. Intento dejar de mirarla, me siento una voyeur grosera e impresentable, pero me atrae como un imán.

Cuando va por la sexta o séptima barrita, llego a la conclusión (¡lista yo!) de que las barritas no son para ningún hijo, sino para ella. Ya le he podido ver mejor la cara y es obvio que padece algún tipo de discapacidad. Está disfrutando de lo lindo churrepeteándose los dedos sucios. Se limpia los mocos con la manga de su camiseta imposible. Esa visión no me ayuda con mis pensamientos sobre la higiene del autobús...

Tras dos barritas más, guarda escrupulosamente la caja con las restantes en su bolso de monja. Se levanta para bajarse en la siguiente parada. Tiene un aspecto que seguramente provoca rechazo social en muchas personas, pero a ella no parece importarle. La miro mientras se baja y pienso que, en realidad, la discapacidad la tenemos el resto de las personas. Una discapacidad permanente para ser felices y disfrutar de las pequeñas cosas, como comer chocolate como si no hubiese mañana y limpiarse los mocos con la manga de una camiseta que no sigue la moda.

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