Queridos Yollowers, este es un post largo de cojones. Se siente. En él os explico mi viaje a
Roma del pasado junio y llevo escribiéndolo desde entonces (a ratos, ¿eh?),
que, a este paso, cuando lo publique, será sobre las aventuras de los
verdaderos romanos... jajajaja. Como consuelo, lo podéis leer por capítulos, ya
que está dividido por días. Es una mezcla de mini guía turística para aquellos
insensatos que aún no conocen Roma y un relato de las cosas que ya sabéis que
suelen sucederme. ¡Que lo disfrutéis!
La previa
A
veces hay que hacer caso de las señales que nos da la vida. En este caso, sólo
faltaba que bajara el mismo Dios en persona (o en espíritu) a decirme nena,
¿qué no ves que no, que no tienes que hacer este viaje? Será que, como soy
atea, debió pensar puestejodes. Porque es que, desde un principio,
pintaba mal.
En
enero, mi madre cumplió 75 años. A ella le encanta viajar, conocer sitios,
hacer cosas... pero está casada con mi padre, al que, como buen cáncer, le
encanta su casa, su tele y su sofá. Así que, en el seno de un patriarcado de
los de antes, lo más lejos que han llegado ha sido a Mallorca. De hecho, en
verano de 1998, mi padre debió sufrir un brote de fiebre malaria y se dejó
convencer por un amigo para hacer un viaje a Alemania, en plan parejas, pero,
días antes de salir, fue cuando mi madre tuvo su primer y gravísimo infarto.
Así que, sí, empezó un viaje, pero con otro destino, del que nos costó un mundo
hacerla regresar. Desde entonces está cada vez más delicada de salud y en el
último año está cuesta abajo y sin frenos. Así que me entró la vena hija y
le propuse a mi padre regalarle un viaje a Roma para las dos. Dijo que sí, pero
que él también quería venir, que si vas tuuuu... Con dos cojones,
papá.
Así
que el viaje madre-hija se convirtió en un viaje para tres. La perspectiva para
mí no era muy halagüeña, tenía mis dudas de poder sobrevivir a un viaje de casi
una semana con mis padres. No me malinterpretéis: los quiero mucho, me preocupo
por ellos y los cuido todo lo que puedo. Pero ellos en su casa y yo en la mía.
A veces, el salto generacional es un abismo: otras necesidades, otras
costumbres, otras rutinas, otros intereses... que nada tienen que ver con los
míos. Pero bueno, yo, motivada a tope.
Internet
manos a la obra. Busqué un apartamento, ya que pensé que para dos habitaciones
de hotel, 6 días, tendríamos que vender un par de órganos cada uno, y como los
tres los tenemos ya bastante cascados, no creo que nos dieran gran cosa.
Siempre reservo por Booking,
la verdad que estoy contenta con sus servicios y siempre me ha salido bien.
Pero, claro, ¡cómo no! Yolanda tiene que innovar y probar cosas nuevas... ay,
voy a mirar las páginas estas de Airbnb o Wimdu, que salen por la tele, seguro
que son más baratos...
Después
de muchos, muchos días mirando, dándole vueltas, a ver en qué zona, mira este
qué precio, etc. encuentro "EL" apartamento, en Wimdu: al lado de
Termini (estación central), cinco habitaciones de lujo, cada una con su baño,
jacuzzi, ducha de hidromasaje, un salón de ensueño, con amplios ventanales,
mucha luz, una cocina de escándalo... que pensaba que en cualquier momento
saldría ese modelo que corre por Internet que te prepara la ensalada en pelotas
(en ese caso, dejaría aquí a mis padres, claro)... precio: 5 noches, 759
€. Que es que también hay que ser tonta para creerte eso. Total, que, con
la mosca detrás de la oreja, contacto con la supuesta propietaria, Laura,
monísima, italianísima (en la foto), que me contesta únicamente con un mensaje
en inglés: "please contacte us in direcciondecorreo for
discount". Cuando me manda tres veces el mismo mensaje, después de
enviarle tres correos acribillándola a preguntas, tenía que haber hecho caso de
la primera señal. Pues no.
Escribo
al correo... bueno, yo, mientras no tenga que pagar nada, pruebo a ver. Todo
en inglés, me dice que necesita mis datos para hacer el contrato de alquiler,
que el precio es correcto, y hasta me parece entender que iba a estar el chico
en bolas esperándome. Contesto (no me pedía número de cuenta ni de tarjeta, ni
nada) y, después de varios intercambios, ella siempre correos en inglés, mal
redactados, sin saludo, ni despedida, ni ná de ná (señal número dos), llega
uno, con todo el interface de Wimdu, que me dice que tengo que clicar un enlace
para ya confirmar la reserva. Lo hago, me mete en la plataforma Wimdu con mi
usuario y contraseña, relleno el formulario, pongo los datos de mi tarjeta
(¡todo era tan normal!) y, cuando, después de unos diez minutos mirando
fijamente el botón de "Aceptar", me decido a darle, casi como el
emoticono del WhatsApp del monito con las manos en los ojos, me sale un mensaje
que dice que en esos momentos no es posible realizar el pago con tarjeta, que
por favor haga una transferencia a tal número de cuenta de tal banco, que por
cierto, era de la República Checa. Ay, Dios, que esta va a ser la tercera
señal...
Total
que no, que está claro que era una estafa. Por si me quedaba alguna duda, el
link de mi supuesta reserva me manda al mismo apartamento, pero que esta vez
está situado en el Trastevere (se debe haber trasladado mágicamente), y es
propiedad de la misma chica monísima e italianísima, pero que se llama
Raffaella. ¡¡Y yo he introducido mis datos de la tarjeta de crédito!! Intento
contactar con Wimdu, pero no tienen teléfono de atención al cliente, ¡genial!,
sólo un formulario de esos que rellenas y no te contestan nunca (ya lo había
hecho días antes preguntando si me podían dar referencias de la tal Laura) y un
chat instantáneo, en el cuál, después de no sé cuántos intentos, me contesta
Celina, por supuesto en inglés, que poco más o menos me viene a decir que soy
tonta del culo y que me vaya a la policía a denunciar. Ya ya, ¿¿pero y la
tarjeta?? No sabe, no contesta.
Así
que nos vamos a los Mossos (la policía), mi marido, mi vergüenza y yo. Me dicen
que como aún no se ha cometido ningún delito, no puedo denunciar nada y me
aconsejaban dar de baja la tarjeta. Ay Yolandita, qué rápida y ágil has
estado ¿eh, guapa? que te intentan estafar y no se te ocurre bloquear la
tarjeta... Total, que llamo al banco y la doy de baja, la tarjeta con la
que he hecho no sé cuántas compras, dónde me tienen que hacer unas devoluciones
que no me podrán hacer, etc. La parte positiva es que al final no me hicieron
ningún cargo y que me di cuenta a tiempo. Sólo imaginar llegar a Roma a las
tantas de la noche y que el apartamento no existe, ¡¡con mis padres!! Me muero,
vamos.
En
fin. Después de la maravillosa experiencia con Wimdu (que, tócate los huevos,
luego me mandan una encuesta para que les diga si estoy contenta con el
servicio, ¡contentísima, vaya!), me vuelvo a mi Booking de toda la vida, y
reservo un apartamento que esta vez sí que existe y está muy bien. Aquí os dejo el link por si a alguno le interesa.
Está bien situado: a Termini, el Panteón, la Fontana di Trevi y el Coliseo se
puede ir caminando sin problema; tiene también cerca el metro Barberini y
varias paradas de autobús. Es tal cuál las fotos y está muy bien de precio. Transcurren
las semanas y voy mirando para reservar los vuelos. No hay cosa que me dé más
rabia que ver cómo van subiendo los precios del billete a medida que vas dando
clics. Pero vamos, salvo eso, los reservo sin problema.
Sin
embargo, antes de salir, aún quedaban algunas sorpresas. En Semana Santa mi
madre volvió a tener una angina de pecho (concretamente, tres en diez días),
así que se quedó aún más debilitada. Esperamos casi hasta el último momento
para decidir si hacíamos el viaje o no. Al final decidimos que sí, pero previendo
que ella no aguantaría el ritmo de la pateada, se me ocurrió que podíamos
alquilar una silla de ruedas para recorrer Roma. Así que, buscando por Internet,
y con la inestimable ayuda del amigo de un amigo, encuentro una página web
que os recomiendo si estáis en mi misma situación. Alquilo una silla de ruedas
(normal), para cinco días (aunque el mínimo que te hacen contratar es de 15)
por 35 €, con servicio de entrega y recogida del apartamento por 13 € más.
Pues nada, ya está todo preparado. O eso creía yo. Mi madre me tortura a cada
rato: que qué tengo que echar en la maleta, que si puedo echar comida (OMG!),
que si pasa algo por volar tal como tiene el corazón, que fíjate tu padre que
no se quiere comprar ropa bonita para ir de viaje, con las camisas
zarrapastrosas como las tiene, que qué nerviosa estoy... y yo mama, y yo.
Además, cuando faltan unas tres semanas para viajar, medio en broma, medio en
serio, mis padres le proponen a mi hija que se venga con nosotros.
Milagrosamente, encuentro plaza en el mismo vuelo (os aseguro que no con un
procedimiento sencillo), así que mi viaje madre-hija, que se convirtió en
viaje-para-tres, se convirtió finalmente en viaje-para-cuatro. Ideal: una
fatigosa crónica, dos septuagenarios con problemas importantes de salud y una
niña de 10 años. Esto promete.
día 1: jueves
Salimos
la tarde de la verbena de San Juan; este año no hay coca ni hogueras ni
petardos. Escogí un vuelo por la tarde para no tener que pedirme más días de
fiesta y, al mismo tiempo, llegar allí a dormir y así aprovechar el día
siguiente desde bien temprano. Todo el trámite del aeropuerto es un espectáculo
con mis padres, que no paran de preguntar, se quejan de todo lo que hay que
caminar y no entienden, especialmente mi padre, porqué tienen que sacarse todas
las cosas de los bolsillos y quitarse el cinturón, ¡buah! ¡menuda tontería!
¡que se me caen los pantalones! En el puesto de control, como no
podía ser de otra manera, pasan los dos a la vez por el arco detector de
metales (mi padre sujetándose los pantalones), así que se pone a pitar y los
hacen volver atrás y pasar por separado. Ante una orden aparentemente tan
sencilla, se bloquean y vuelven a pasar juntos, para luego, habiendo
retrocedido otra vez, quedarse quietos, sin pasar ninguno de los dos. Yo, que
me había quedado la última, tengo que ir, en plan P3, diciéndoles lo que tienen
que hacer.
El policía, obviamente, ya nos ha fichado, y en cuanto pasamos los tres por el
arco (de uno en uno), nos lleva aparte y nos pide que nos descalcemos y nos
subamos a una especie de plataforma que tiene unos pies dibujados. Le pregunto
por qué y se limita a mirarme como si le debiera dinero y a repetirme las
instrucciones. Por un momento pienso que nos ha visto tan gordos que nos ha
subido a una báscula para calcular que el avión no lleve exceso de peso. Míster
Caradepocosamigos se acerca a nosotros con una especie de porra o bastón,
no sé ni describirlo, en el que ha puesto, en un extremo, una cápsula de papel,
y nos empieza a tocar con "eso" en diferentes partes del cuerpo. ¡Os
podéis imaginar las caras de mis padres! Y mi hija, aterrorizada, ¡¿mama qué
pasa?! mamaquepasa, mamaquepasa, mamaquepasaaaa.... Alucinada, le
pregunto qué hace, mientras él, impertérrito, sigue con su ritual. Sin mover un
músculo de la cara, nos toca en el pelo, en los codos, la cintura, las
rodillas, los tobillos... ¡Hostia, a ver si es que me está haciendo un
reconocimiento de la fibromialgia!! Luego toca también los bolsos. What?!
Una cápsula nueva para cada persona. No entiendo nada y siento un millón de
ojos clavados en nosotros. Finalmente, Caradepocosamigos nos dice que
podemos proseguir. Quién sabe si no hemos sido una de sus fantasías sexuales.
Por lo demás, el vuelo transcurre con normalidad. Contra todo pronóstico, mis
padres no la lían en el avión. Cuando llegamos a Roma ya son más de las diez de
la noche, así que directamente cogemos un taxi hasta el apartamento. Que no os
engañen, hay una tarifa oficial consensuada de 48 € desde Fiumicino, así que,
si os piden más, es que son taxis piratas (la verdad es que para planear mi
viaje me ha ido muy bien la página web que os dejo aquí,
dónde te informan de aspectos muy prácticos). Después de que varios taxistas se
peleen a gritos por cogernos, no entiendo por qué, ya que hay una cola de
clientes que parece la del cuponazo, nos metemos en el coche de una chica de la
cuál me pregunto dónde tendrá escondida la "L". Como me toca ir de
copiloto, descubro la merecida fama de pésimos conductores y que no le importa
en absoluto utilizar, en el sentido más amplio del término, el móvil mientras
conduce. Aun así, llegamos sanos y salvos al apartamento y acabamos el día,
antes de meternos en la cama, cenando queso y chorizo que mi madre, finalmente,
ha puesto en la maleta, y con el primer y riquísimo helado italiano.
día 2: viernes
El
primer día empieza con la logística. Nos traen la silla de ruedas (con retraso)
y vamos al súper a comprar cuatro cosas para los desayunos y demás. Después,
nos dirigimos a coger el metro con intención de ir hasta la Piazza del Popolo,
y desde allí, ir bajando por la Via Corso y visitando varias cosas. Compro unos
abonos de transporte para 72 horas, que te sirven para metro, autobús, tranvía,
etc. y cuestan unos 18 € por persona. Cuando llegamos a la parada del metro,
constato algo que ya sabía: Roma no es una ciudad adaptada para discapacitados.
Encantadora, pero vieja, no tiene rampas, ni accesos, ni ascensores en
prácticamente ningún sitio. Las calles son de adoquines y las aceras,
estrechas, y si las hay, con bordillos y llenas de socavones. Empujar la silla
con mi madre encima me supuso todo un entrenamiento de fitness y sumar puntos
para el purgatorio (por los tacos que iba diciendo).
Cargando con la silla a cuestas, bajamos las escaleras y encontramos el andén,
son sólo tres paradas. Cuando llega el tren, entro la primera con la silla de
ruedas plegada y mi hija de la mano. A mi lado va mi madre y detrás, mi padre.
De repente, oigo gritar a mi padre, y después, a mi madre. Suena el pito
avisador de que se cierran las puertas pip pip pip pip... no sé qué es
lo que pasa, pero veo salir a mi padre corriendo y gritando como alma que lleva
el diablo. Así que, a la velocidad del rayo, cojo a mi madre, a mi hija y la
silla de ruedas y nos bajamos del vagón. Las suelto a las tres en el andén al
grito de ¡no os mováis de aquí! y salgo corriendo (lo que puedo yo
correr) detrás de mi padre. El andén es de esos laberínticos, que tiene varios
accesos a un andén paralelo contiguo. Veo a mi padre entrar y salir por varios
de ellos, mientras todo el mundo nos mira y yo soy incapaz de llegar a él.
Finalmente, en una de esas intersecciones, lo alcanzo. Tiene la mirada
desorbitada y la cara desencajada, como jamás lo he visto. Pura adrenalina, su
cuerpo tiembla como una hoja... ¡me han robado! me dice.
Cuando consigo calmarlo, que me lleva mi tiempo, me explica que, al ir a subir
al metro, una chica le ha metido la mano en el bolsillo (en el delantero, no os
creáis) y le ha quitado la cartera, para salir huyendo. Me dice que la ha
perseguido, pero que no la alcanzaba, y que un señor muy amable, que nos está
mirando allí ahora mismo, la ha retenido con un abrazo de oso, y que mi padre
ha llegado y le ha dado una hostia a la chiquilla. ¡¿Cómo?! Mi padre, que tiene
las manos de hierro de trabajar toda la vida, ¡¡que te da una hostia con la
mano abierta y te llega desde el nacimiento del pelo hasta el tobillo!!
- Pero, papa, ¡¿cómo se te ocurre?!
-
¡Bien a gusto que me he quedao!
- ¿Y
ahora qué? ¿Y dónde está? ¿Y has recuperado la cartera?
- Se
ha ido... sí, aquí está la cartera...
Damos las gracias al placador y el pequeño grupo de mirones se dispersa. Caigo
en la cuenta de que llevo enganchada a mi cintura, cual koala, a mi hija, que,
desobedeciendo mis órdenes, se puso a perseguirme mientras corría. Está
aterrorizada. Volvemos al andén e intentamos calmarnos. Tengo miedo de que a
alguno de mis padres les dé un arrechucho (mi padre también está enfermo del
corazón), pero, por suerte, no pasa nada.
Pasado el susto, subimos al metro y me tengo que pasar todo el trayecto
tranquilizando a mi hija, diciéndole que esas cosas pasan y que, por suerte,
todo ha quedado en una anécdota. Lo que no le digo es que esa anécdota nos
podría haber metido en un buen lío: la pequeña ladrona, apenas una niña, era
rumana, o sea, que probablemente trabaja para una banda organizada... ¿qué tal
si, después de que mi padre le diera la hostia, aparece su chulo, jefe o cómo
quiera que se llame? ¿qué tal si nos dan una paliza de muerte, o nos apuñalan o
qué otros siete infiernos, como diría mi Tyrion? Observo a mis padres y pienso
que es que van pidiendo a gritos que les roben, sólo les falta el cartel: “hola,
róbame”. Me recuerdan a las películas de Paco Martínez Soria, ¡que sólo les
falta la jaula con la gallina! Mi madre, bueno, todavía tiene un pase, si no
fuera porque lleva la típica pamela de la turista. Pero mi padre... con sus
pantalones cortos, la correa que le da vuelta y media hasta los riñones, una
camisa de manga corta de rayas de colores horrorosos, alpargatas de yayo, gafas
de sol de espejo que le van enormes, parece una mosca, y una gorra con
publicidad de una empresa de construcción... pero ¿cómo no te van a robar, alma
cándida? ¡¡Aún puedes dar gracias que no nos han pegado!! Con lo elegantes que
son los italianos...
En fin, llegamos a la Piazza del Poppolo sin más incidentes. La vemos un poco a
desgana; aún llevamos el susto en el cuerpo, y encima, han montado un enorme
escenario en medio, con lo cual, queda toda deslucida. De ahí, bajamos
caminando por la Via del Babuino hasta la Piazza Spagna, famosa por su gran
escalinata, que ha servido de escenario de múltiples desfiles de moda y que
está preciosa vestida de flores. En esta ocasión, nos la encontramos en obras,
vallada e intransitable. Definitivamente, hoy no es nuestro día.
Ya se nos ha hecho la hora de comer y me enfrento con un inconveniente que nos
iba a acompañar todo el viaje: a mi padre no le gusta ni la pasta ni las
pizzas. Genial, si estuviéramos en Oslo. Así que, venga, a buscar un
restaurante dónde no nos saquen un ojo de la cara y que tenga algo tipo menú.
Hace un calor insoportable y los pocos sitios que encontramos, no tienen aire
acondicionado. Finalmente, comemos en un sitio simplemente aceptable, tras una
espera interminable, por un precio tirando a caro. A tener en cuenta: pedimos
agua, y, si no lo especificas, te traen agua con gas por defecto.
Después de comer, estamos tan exhaustos que nos vamos al apartamento a
descansar, de las emociones, del calor y del paseo. Intentamos coger un autobús,
y un poco más y aparece Tom Cruise para cantarme chán-chán,
chán-chán-chán-chán, chán-chán-chán-chán, chán-chán-chán chán... tiruriiiii
tiruriiii tiruriiiii ¡tiro!... Efectivamente, lo habéis adivinado: Misión
Imposible. Lo primero, deciros que aunque Roma tiene muchas líneas de autobús,
el mapa es tan intrincado y complicado que yo creo que no lo conoce ni el
propio dueño de la empresa. Además, siempre van a tope. Estamos más de media
hora esperando que venga el que creo (¡creo!) que es el nuestro, en una parada
abarrotada de gente. Cuando llega, viene que parece el de las típicas imágenes
de un autobús de la India, así que, ni subir, ni muchísimo menos con la silla
de ruedas. Por otra parte, mi hija no quiere ni oír hablar de volver a coger el
metro, le aterroriza después de la experiencia de esta mañana (de hecho, le iba
a durar días el miedo y la angustia). Así que optamos por coger un taxi, que a
partir de entonces va a ser nuestro transporte habitual. A tomar por culo el
dinero de los abonos.
El día, sin embargo, finaliza de forma muy agradable: damos un pequeño paseo
hasta la Fontana di Trevi, ya al anochecer. Es una de las joyas de Roma, la
fuente más grande y más bonita, espectacular, tanto de día como de noche, dónde
la tradición dice que, si tiras una moneda al agua, significa que volverás a
Roma. La única pega es que siempre, SIEMPRE, está atestada de gente, que para
hacerte una foto tienes que imaginarte que eres Wally.
|
Fontana di Trevi |
Cenamos
en una tasca típica cercana, de esas con los manteles de cuadritos rojos y
blancos. Como curiosidad, nos entretenemos durante toda la cena escuchando la
conversación entre una pareja española que, aunque sentados a unos metros de
distancia, escuchamos perfectamente por la disposición en bóveda del sótano,
como si nos estuviera hablando a nosotros. Hace poco que salen, porque se están
revelando cosas del pasado, de la familia, de sus gustos... bueno, más bien es
ella la que lo hace, no para de hablar como una cotorra, y le enseña
constantemente fotos en el móvil al chico, que la mira con una cara de amiquemeimporta.
Y es que ella le está hablando de su hermana, de que mira qué guapa estaba con
este vestido, que si este día fui de boda y mira qué peinado me hice...
Seguramente se trata de una escapada romántica, pero, por lo que a él respecta,
le vaticinamos más escapada que romanticismo.
Charlando, nos damos cuenta de que no hemos tirado la moneda correctamente a la
fuente: hay que hacerlo con la mano derecha, por encima del hombro izquierdo.
Así que, cuando acabamos de cenar, volvemos a la fuente para subsanar el error.
Cuenta la leyenda también, que si tiras una moneda, aseguras tu regreso a Roma,
pero que si tiras dos, tendrás novio/a, y si tiras tres, te casarás. Wikipedia,
sin embargo, cuenta que se recogen más de 3000 euros diarios de la fuente, así
que supongo que al Ayuntamiento romano ¡¡le encantan las leyendas!!
día 3: sábado
El
sábado es el cumpleaños de mi padre. Nuestro plan es visitar el Coliseo, del
cuál he sacado las entradas online desde España para evitar colas y después, si
las fuerzas nos acompañan, el Foro Romano y el Monte Palatino. La misma entrada
te sirve para verlo todo y lo puedes hacer en dos días consecutivos. Pero mucho
ojito con la compra por Internet, porque hay muchos enlaces que te llevan a
agencias turísticas y otros menesteres, variando el precio y no sé yo si muy
fiables. Yo preferí comprar directamente en la página oficial del Coliseo, sin
intermediarios (aquí).
El Coliseo es, para mí, el plato fuerte de Roma. Es impresionante. Y no tanto
por el edificio en sí, que también es digno de admirar, pero al fin y al cabo,
es un montón de piedras ruinosas de color gris, sino por lo que significan esas
piedras y la historia que se respira allí. Mirándolo, puedes imaginar muy
fácilmente a los gladiadores y a los leones en la arena, las carreras de cuadrigas,
a la gente jaleando en las gradas y a César sentado bajo el palco, rodeado de
su séquito, y sediento de bajar el pulgar hacia abajo, tal como hemos visto en
miles de películas. Si os fijáis en la siguiente foto, veréis el lugar dónde se
sentaba César, a la derecha, ya en el margen de la imagen, en un palco (ahora
derruido) justo delante de una cruz de hierro. Sin duda, es un sitio de esos
que hay que visitar antes de morir.
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El Coliseo |
Como
creo recordar que no hay acceso para minusválidos ni ascensor, le digo a mi
madre que, como estamos a apenas 15 minutos caminando, vamos a prescindir de la
silla. Craso error. Cuando salimos a la calle, son sólo las 9 de la mañana y
nos abofetean unos tórridos 27 grados. A mi madre le cuesta un mundo llegar al
Coliseo, tardamos algo más de tres cuartos de hora, mientras voy sufriendo
porque, si se nos pasa el turno de entrada, la perdemos. Al final llegamos, la
mujer al borde del colapso y apenas puede disfrutar la visita, quedándose sólo
en el piso a ras de suelo. Hace un calor digno del Sahara y los visitantes nos
vamos refrescando en las fuentes y mangueras que hay dispuestas por todo el
recinto, yo, metiendo la cabeza entera. Me quedo otra vez con las ganas de
poder bajar al foso. Hace un tiempo pusieron a la venta un tipo de entrada, con
visita guiada, que te permite bajar al foso, donde encerraban a los cristianos
y los leones, y también subir al tercer piso del circo (lo cual, aparte de que
haya mejores vistas, no le veo mayor interés). Pero esa visita, que en español
se hace sólo una vez al día, creo que a las 13 h, sólo se puede comprar en
ventanilla, ni online ni por teléfono, y las dos veces que he ido, ya se había
agotado. Bueno, como tiré una moneda a la Fontana di Trevi, quiere decir que
tendré otra oportunidad de intentarlo :-). Cuando acabamos la visita, veo a una
señora en silla de ruedas y entonces nos damos cuenta de que al fondo de un
corredor hay un ascensor. Así que, si a alguien le ocurre, que sepa que puede
visitarlo. Para mi madre ya era tarde.
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Perspectiva del foso del Coliseo |
Al
salir del Coliseo ya es mediodía y el calor es francamente insoportable. Nos
acercamos, francamente desganados, al Arco di Constantino, que está al lado.
Después, buscamos un restaurante que me habían recomendado y nos ponemos todos
de mal humor, porque mi madre apenas puede caminar, aunque está muy cerca, y el
sol nos abrasa el cráneo, los brazos y las piernas. Finalmente, llegamos y lo
cierto es que es un restaurante bastante bueno en cuanto a calidad-precio, es La Taberna
dei Quaranta. La buena comida y el aire acondicionado atemperan
nuestro mal humor y de allí, al apartamento a hacer una buena siesta, que nos
la hemos ganado.
Una
vez bien descansados, mi padre reconoce que el Coliseo le ha encantado, así que
ha sido un buen regalo de cumpleaños. Duchados y aseados, vamos dando un paseo
hasta el Panteón de Agripa, que es el edificio que mejor se conserva de la
antigua Roma. La entrada es gratuita y vale la pena echar un vistazo a su
impresionante cúpula, mayor que la de la Basílica de San Pedro (la mejor hora
es a las 12 del mediodía, porque la luz del sol entra justo por el óculo y es
precioso). Sin embargo, llegamos cuando faltan quince minutos para el cierre y
ya no nos dejan entrar.
Estamos un rato en la concurrida Piazza de la Rotonda y después, seguimos
trayecto hasta la Piazza Navona, mi preferida. Es una plaza grande, de forma
rectangular, en la que hay tres fuentes distintas, cada una con una historia
y justificación. La más bonita y grande es la central, la Fuente de los
Cuatro Ríos, diseñada por Bernini. Por cierto, que hablando de fuentes,
aprovecho para comentaros que Roma está plagada de fuentes públicas con un agua
potable excelente, así que no vale la pena comprar agua embotellada, que te
venden a precio de oro. Comprad un par y las vais rellenando de las fuentes.
Detalles de la Fuente de los Cuatro Ríos. A la derecha, la estatua que representa al río Orinoco. Mucha gente piensa que
su gesto manifiesta el desagrado de Bernini por la iglesia de Santa Inés,
diseñada por su rival Borromini. Pero no hay nada de cierto en esta leyenda
urbana, pues la fuente fue construida antes que la iglesia (fotos mías; fuente:
Wikipedia).
La Piazza Navona está rodeada de bares, terrazas y
pequeños comercios y en uno de sus laterales se encuentra la iglesia de Santa
Inés en Agonía (el nombre no es muy bonito, pero la iglesia, sí). En las
callejuelas adyacentes, hay buenos sitios dónde cenar o tomar algo. En la plaza
suele haber también artistas callejeros, pintores, mimos... Aunque ya anochece,
sigue haciendo un calor infernal, así que, antes de cenar, nos vamos a tomar un
helado a la mejor heladería del mundo mundial, que yo creo que vuelvo a Roma
cada vez sólo por comer esos helados: se llama Frigidarium, y aparte de que los helados son
naturales y muy ricos de sabor, la particularidad es que, por el mismo precio,
(muy asequible, por cierto), te ponen nata, galletas, toppings o te lo recubren
de chocolate caliente, blanco o negro, lo que hace que, al contacto con el frío
helado, se forme una capa sólida tipo bombón. ¡Espectacular! No dejéis de ir.
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Helados de Frigidarium |
A mi
hija, que es adicta al chocolate y a los helados por igual, se le abren los
ojos como platos. Sin embargo, esta vez tampoco hago caso de las señales: dice
que no se encuentra muy bien y no se acaba su helado; eso debió ponerme en
alerta.
Al ladito mismo de la heladería, hay dos restaurantes que vale la pena visitar,
aunque esta vez no puedo, primero porque están a tope, y segundo, por las
exigencias alimenticias de mi padre. Pero, como he echado otra moneda a la
Fontana di Trevi, volveré. Os los recomiendo si queréis comer pasta y pizza
exquisitas y bien de precio, son La Montecarlo y Da Baffetto, aunque esta última parece que ha
perdido un poco de fuelle, a juzgar por las opiniones de Trip Advisor.
Nosotros, esta vez, cenamos en un sitio que, ni pena ni gloria, ni lo recuerdo.
Después de cenar, volvemos a la Piazza Navona y mi hija se hace una de esas
típicas caricaturas que, por cierto, aún tiene enrollada y olvidada en una
estantería. El dibujante se enamora de ella y no para de decirle que, si fuera
más mayor (ella, no él, que ya es bastante viejo), la pediría en matrimonio. Le
entiendo perfectamente, al tiempo que deseo arrancarle uno a uno los pelos del
bigote y retorcerle el intestino delgado, después de habérselo anudado a la
aorta. Acabamos la noche sentados en uno de los bancos de la plaza, disfrutando
de una temperatura agradable y de la observación de la gente.
día 4: domingo
El día
empieza muy temprano, sobre las 5.30 h, cuando me despiertan las patadas y el
sueño inquieto de mi hija. Tiene fiebre, bastante. Y parece que se siente mejor
si se pega a mí como una lapa y entrelaza sus piernas con las mías. Ya no pego
ojo, pero hago tiempo hasta que abran la farmacia, por si consigo dar
suficiente pena para que me den los antibióticos sin receta. Seguro que tiene
anginas, porque anoche se acostó diciendo que le dolía la garganta. Salimos a
las nueve del apartamento y el sol ya cae de justicia. Cuando llego a la
farmacia, está cerrada ¡¿cómo no?! Cojo un taxi, por suerte esta vez para uno
pronto, y le pido que me lleve a un hospital.
- El
Policlínico, me
dice.
Y yo
que sé, dónde tú digas.
- Es
el principal de Roma.
Ah,
perfecto. Me deja en la puerta de Urgencias de un hospital tercermundista,
dónde en el mismo vestíbulo te hacen el triaje a puerta abierta. Me atiende una
chica vestida de azul que me explica que tengo que ir a urgencias pediátricas y
me indica cómo llegar. Supuestamente. Porque aquello es una macrociudad.
Entramos en un edificio contiguo que parece salido de una peli de terror,
oscuro, desvencijado, una única vieja sentada en una silla de plástico, que me
da miedo preguntarle, no sea que descubra que no tiene dientes, o algo peor. Ni
un letrero, ni un alma. Subimos en el ascensor y vamos parando en varios pisos,
a cada cuál peor. Tengo miedo de que en cualquier momento salga por allí Jason
Voorhees, el de Viernes 13, y con la fiebre que tiene mi hija, es fácil que
empiece a alucinar. Después de entrar y salir varias veces por el ascensor,
decido desandar mis pasos y vuelvo a buscar a la chica de azul. Que por cierto,
un inciso, ¿costaría tanto que explicaran a los usuarios el código de
vestimenta de los hospitales? Que entre los que van de blanco, azul y verde, te
haces un lío, y llamas doctora a la señora de la limpieza, y le pides a la
cirujana que te traiga un rollo de papel de váter.
A lo
que iba. Nada más verme, Miss Dientes Blancos me dice non avete trovato? Pues
no, mire usted. Muy amable, le pide a un bombero que hay afuera que nos
acompañe. Se me abren los ojos como platos ante la perspectiva de que un cachas
buenorro de bombero italiano esté a menos de veinte centímetros de mí, pero,
tal como lo veo, se me cierran de golpe, y sólo puedo concentrarme en seguir a
duras penas sus grandes zancadas de pies metidos en botas insufribles para los
37 grados a los que estamos. Ay, qué mitificado está el mundo de la manguera...
Nos hace atravesar lo que me parecen 100 kilómetros hasta llegar a un edificio
casi peor que el primero. Al entrar, no hay nadie en recepción y sí dos
familias esperando. Observo que hay que rellenar un impreso para que te
atiendan y así lo hago.
Más de
20 minutos después, sale un señor vestido de azul, que nos va atendiendo por
orden de fila. Cuando por fin me toca, me atiende, junto con el señor, un
jovenzuelo vestido de blanco.
- ¿Qué
le pasa?
-
Tiene fiebre y dolor de garganta, creo que son anginas.
-
Pasa, pasa por aquí - y nos hace entrar en el habitáculo de recepción, que, por lo visto, es
dónde también hacen el triaje.
Le
toma la temperatura: 39 y medio.
- ¿Qué
ha tomado para la fiebre?
-
Nada.
-
¿¿Nada?? - con
cara de perosomalamadre, ¿con treinta y nueve de fiebre y no le has dado
nada?
- No,
es que estamos de vacaciones y no tengo nada... sólo Ibuprofeno
- ¿Y
no ha tomado nada? - su cara es un poema. Imagino que la mía también.
La
malamadre le responde: no, es que la fiebre le ha empezado esta madrugada,
anoche sólo tenía dolor de garganta.
- Ya -
teperdonolavida.
Me
dice que tengo que esperar afuera. Al rato le dan un antitérmico. La sala se va
llenando poco a poco de madres y padres con niños, casi todos vienen en pareja.
Me pregunto si sólo porque es domingo y que si fuese un día laborable, cuál de
los dos sería el que estaría allí. Mi hija se amodorra sobre mi regazo y yo me
dedico a observar a la gente, ya que, sin datos ni wifi, no puedo usar el móvil
más que para jugar al Monster's Buster. Algunas madres me dan conversación, así
que me doy cuenta de que puedo pasar por italiana, cosa que mis padres,
obviamente, no.
Al
cabo de una hora y pico, nos atiende la pediatra, una chica joven vestida de azul,
simpática lo justo. Medio nos entendemos, y me dice que tiene otitis de
caballo. Antibiótico y antitérmico. Perfecto. Lo ideal estando de vacaciones,
vaya. Me quiere dar el antibiótico en sobres y le pido que me lo dé en
pastillas, ya que mi hija es como yo, no podemos con los potingues. Tengo que
insistir varias veces y rebatir su argumento de: es muy pequeña para tragar
una pastilla tan grande con el de: ya se lo ha tomado otras veces en
comprimido. Finalmente me lo receta en pastillas, naturalmente con la misma
cara que su compañero de recepción: somalamadre.
Cojo a
la niña y salgo casi que a la carrera, mirando hacia atrás por encima del
hombro, por si me han enviado a Servicios Sociales. Fijaos si era grande el
Hospital, que la salida trasera da directamente al desierto del Sahara. Una
calle derretida por el asfalto hirviendo, sin un solo coche ni peatón, que sólo
faltaban pasar rodando los estepicursores (para que lo sepáis, son los arbustos
en forma de bola que pasan atravesando las calles y carreteras del Lejano
Oeste). Después de un cuarto de hora esperando que pase algo vivo por la calle,
decido echar a andar hacia una calle más concurrida, cuando nos topamos con una
entrada al metro.
- Lo
siento, hija, vamos a volver al apartamento en metro... por aquí no pasa ningún
taxi.
La
malamadre en acción. Me justifico a mí misma, diciéndome que es bueno para
ella, que le tengo que demostrar que no hay nada peligroso en ir en metro, que
no va a pasar nada. Su cara de angustia me lo pone difícil. Finalmente hacemos
el trayecto sin ninguna incidencia, ¿ves, cariño? La mama no va a dejar que
te pase nada malo. ¡Toma mentira al canto!
Compro
la medicina y, ya en el apartamento, la drogo y decidimos salir a comer, puesto
que no tenemos nada en la nevera, excepto yogures y butifarra blanca.
-
Mira, vamos aquí al lado, a la calle de detrás, que me recomendaron un
restaurante que está muy bien, y así no nos alejamos mucho. Mama, no hace falta
que te cojas la silla. Mira, yo me voy en chanclas y todo.
Claro.
Me olvidaba que soy Yolanda. MarcaYolanda. Damos la vuelta a la manzana y el
restaurante está cerrado los domingos. Qué raro, pienso.
-
Bueno, pues vamos al que hay justo debajo del apartamento.
Miramos
la carta, a 25 € de media cada plato. Estooo, no. Bajamos una calle, todo
cerrado. Otra, todo cerrado. Y así, sucesivamente. Mi madre sin silla. Yo, en
chanclas. Mi hija, con fiebre. Mi padre, cabreao.
- Oye,
mira, ya está... cogemos un taxi y que nos lleve a la Fontana de Trevi, que
allí seguro que está todo abierto.
Perfecto.
Un trayecto de apenas 500 metros, 7 €. Efectivamente, está todo abierto, pero
es Guirilandia. Precios abusivos y no sé dónde entrar. Finalmente, nos embauca
una gancho con sus cantos de sirena:
-
Mira, aquí tenemos este plato de pescado, que son 35 €, pero ¡es un kilo de
pescado! Se puede compartir perfectamente para dos...
Mi hija, mami, me quiero ir al apartamento, mami, mami, mami... Mi
padre, ¡maaadre mía qué caro! 55 grados a la sombra... ¡ya! ¡aquí
mismo!
Entramos.
Un local pequeño y vacío. Mal síntoma. Os pongo el nombre para que nunca,
nunca, nunca, PERO NUNCA, se os ocurra ir. Ni siquiera aunque estéis en una
situación como la mía: "Locanda Giuletta e Romeo", en la Via
del Lavatore, 35, a pocos metros de la Fontana. Está claro que lo pagamos con
creces. Pedimos el supuesto kilo de pescado, que es una pequeña dorada de
piscifactoría, 2 gambas y 2 escamarlanes, creo que con algún mejillón, agua,
dos Coca-Colas (a 5 € cada una), una tabla de melón con jamón y embutido, que
lleva dos rebanaditas de melón Cantaloup (imaginaos el tamaño) con 2 lonchas de
jamón, tres trocitos de queso y algunas rodajas de longaniza y chorizo, y un
plato de espaguetis a la boloñesa para mi hija, que nada más probarlos, los
vomita sin moverse de la silla. Entiendo que no es agradable, pero la cara de
los turistas que hay en las mesas cercanas, es para grabarla. Los camareros y
el dueño, antipáticos a más no poder, limpian el suelo, es que está enferma,
se justifica malamadre con una sonrisa, sorry, sorry, pero ni así.
Le traen un vaso de agua hirviendo con limón, que se la tome, que le hará bien,
pero ¿¿cómo se va a tomar eso?? ¡¡¡Si entonces además de otitis va a tener
quemaduras de segundo grado en la boca!!!! En fin, la bromita nos cuesta 98 € y
salimos con más hambre de la que entramos. Los espaguetis nos los han cobrado
igual. Si es que la culpa es mía, llamándose Romeo y Julieta, ¿cómo quería que
acabara?
De
salida del restaurante compramos algo de cena en un super y nos pasamos el
resto del día encerrados en el apartamento, dormitando, viendo Canal Sur Andalucía
y jugando con el móvil. ¿Hay mejor plan para pasar un domingo en Roma?
día 5: lunes
El
lunes es nuestro último día en la ciudad y tenemos planificada visita al
Vaticano y a la Capilla Sixtina. Al igual que hice con el Coliseo, saqué las
entradas por Internet desde casa, para ahorrarme las colas, esta vez aquí. Normalmente, en el pack se incluye también
la entrada a los Museos del Vaticano, pero, o eres realmente un apasionado de
los museos, o se hace pesadísimo, pues hay miles de estancias repletas de
tapices, esculturas, pinturas, objetos, joyas, vestidos, etc. Nada ostentoso,
en la línea de la iglesia católica.
Tenemos la visita temprano, a las 9 de la mañana. Por suerte, mi hija ya se
encuentra bastante mejor y podemos ir. El entorno de la Basílica es imponente y
la cantidad de visitantes, aún más. Por suerte, descubro que ir con una persona
en silla de ruedas facilita mucho las cosas. Nos abren muchos accesos y nos
ahorramos colas, esperas y recorridos más largos. Visitamos la Basílica de San
Pedro que, por supuesto, a mi madre le encanta. Está atestada. Digna de ver, la Pietá, de Bernini.
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La Pietà |
Bajamos a las
criptas, un sótano dónde están enterrados un montón de Papas, pero, a mitad de
recorrido, nos tenemos que dar la vuelta porque el trayecto continua subiendo
unas estrechas escaleras, siendo imposible el acceso con la silla de ruedas.
Como hay tanta gente, se forma un embudo humano, y nos da vergüenza decirle a
mi madre que se levante y subir andando con la silla a cuestas, ¡¡no sea caso
que la gente crea que se ha obrado un milagro y la líamos parda!! Aunque, bien
pensado, podríamos haber sacado una pasta... jajajaja...
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Interior de la Basílica de San Pedro |
Después
nos dirigimos a los museos, para acceder a la Capilla Sixtina. Cuando veo la
cola un poco más y me desmayo, y me beso repetidamente por haber comprado las
entradas por adelantado. ¿Cómo puede ser que, con lo que la gente accede a
Internet hoy en día, toda esta multitud no lo haya hecho? Hay tres hileras de
personas que dan la vuelta a una gran manzana. Nosotros accedemos por un
espacio reservado a la derecha de esas filas, dónde no hay nadie; eso sí, voy
empujando la silla de ruedas de mi madre cuesta arriba, que cuando llego a la
puerta estoy por llamar a una ambulancia o montar el espectáculo del milagro
divino de mi madre. Una vez dentro del museo, buscamos el acceso a la Capilla
y, después de varias equivocaciones de acceso, de canjeo de las entradas, etc.
(¿cómo no?), entramos.
Detalles del interior de la Basílica de San Pedro, el Vaticano
Al ir
en silla de ruedas, esta vez tenemos que dar toda una vuelta enorme para entrar
a la Capilla, recorriendo un pasillo interminable que transcurre por una
habitación tras otra, en las que no hay ni un ápice de pared desnuda. No quiero
ni calcular el valor de lo que hay allí metido, y lo que eso significa en
términos de globalización y de los valores que, supuestamente, defiende el
cristianismo. Cuando ¡por fin!, entramos a la Capilla Sixtina, la verdad es que
me quedo sin habla. En mis otras ocasiones en Roma no la había visitado y, la
verdad, es impresionante. No dejan hacer fotos ni vídeos, aunque casi todo el
mundo lo hace a escondidas. Yo, como soy tan normativa, aunque no os lo creáis,
no lo hice. Nos sentamos en unos bancos que hay alrededor de la estancia y allí
nos quedamos, absortos, contemplando la maravillosa obra de arte que inunda
paredes y techo. Después de un rato, decidimos que ya no nos cabe más belleza
en los ojos y decidimos irnos, a comer y a descansar.
Después
de una reparadora siesta, mi padre decide quedarse en el apartamento a ver el
fútbol (juega la selección española), ¡bastante bien se había portado hasta
entonces! y mi hija dice que no se encuentra todavía demasiado fina. Así que
decidimos salir mi madre y yo, ¡¡hay todavía tantas cosas por ver!! Entre taxis
y empujando la silla de ruedas, que he desarrollado los bíceps de Thor,
llegamos a la Piazza Venezia, dónde está el emblemático monumento a Vittorio
Emmanuelle, más conocido como la máquina de escribir, por su característica
forma. De ahí, bajamos por la Via dei Fori Imperiali y contemplamos las ruinas
del Foro Romano que se pueden ver desde fuera y el Coliseo, a lo lejos. Pronto
va a oscurecer, así que tomamos un taxi hasta el Trastevere, el barrio más
precioso y romántico de Roma. Allí visitamos la Basílica de Santa Maria in
Trastevere, callejeamos y cenamos, en un bar que os recomiendo también, por su
excelente relación calidad-precio. Es un restaurante "de batalla",
ruidoso y lleno de gente, no apto para sacarle el anillo de pedida a tu novia,
pero sí para comer bien, bueno y barato si estás dispuesto a soportar un poco
de bullicio y animación. Se llama Carlo Menta Talevi Luigi e Luciano.
Acabamos
el día volviendo a Frigidarium, a comerme mi último helado. Y de ahí, un taxi
hasta el apartamento, dónde, antes de meterse en la cama, hay que hacer
maletas.
día 6: martes
El
último día hay que levantarse temprano, pues el vuelo sale a mediodía. Viene el
operario de la silla de ruedas a recogerla y después nos vamos. Decido, otra
vez erróneamente, que podemos ir caminando hasta Termini arrastrando las
maletas: mi amigo Google Maps dice que es un trayecto de 10 minutos a pie. Mi
madre, nuevamente, no lo resiste. Tenemos que ir muy despacio, parando a cada
rato, y lo peor es que, a medida que vamos avanzando, ya no vale la pena coger
un taxi para tan poca distancia. El sol no tiene piedad, a pesar de que sólo
son las diez de la mañana.
Finalmente,
llegamos a la estación, dónde tenemos que coger un autobús hasta el aeropuerto
(previamente, también online desde España, había comprado los billetes aquí). Recuerdo dónde estaba la oficina de la
otra vez que estuve en Roma, así que nos dirigimos allí. Pero no la encuentro.
Pregunto, y ¡cómo no! han cambiado su sede justo en la acera de enfrente, por
lo que hay que atravesar Termini y darnos cuenta de que hemos dado una vuelta
enorme tontamente. Al final, vamos muy apurados de tiempo y tengo que salir
corriendo (yo, corriendo) hasta la parada, a suplicar que nos esperen. Cogemos
el autobús por los pelos y me paso todo el trayecto abanicando mi cara color
fresa de Huelva, mientras pienso qué coño debieron hacer mis padres cuando me
concibieron para que el karma siempre me tenga reservadas este tipo de experiencias.
Me voy
de Roma con un montón de visitas pendientes, algunas ya realizadas
anteriormente, como la Bocca della Verittá, el Foro Romano y el Monte Palatino,
la Piazza Espagna, etc. y otras, aún no exploradas, como Roma de noche, las
catacumbas, la iglesia de Santa María la Mayor (a la que intentamos ir dos
veces y las dos, estaba cerrada), el Panteón, los jardines de Villa Borghese,
los museos capitolinos, el puente de Sant Angelo, el Campo di Fiori, el Ponte
Milvio, las termas de Caracalla, el Circo Massimo, subir al Gianicolo o a
cualquiera de las siete colinas de Roma.... ¡madre mía! ¡¡Si es que hay tantas
cosas, que me voy a tener que ir a vivir allí!! Bueno, como, con la tontería,
eché dos monedas a la fuente, igual me sale un novio italiano y ¡problema
resuelto!