Enhorabuena. Los del género masculino que estáis leyendo este post estáis de suerte: os voy a descubrir algunas de esas curiosidades que tenéis acerca de nosotras, las mujeres, y de las que siempre os estáis quejando no entender o que no os las explicamos suficientemente bien.
Y es que, al hilo de la noticia que salió hace unos días en la prensa, sobre una señora que mató, descuartizó a su marido y lo llevó durante 6 años en el bolso, pensé: ¡hay qué ver la de cosas que metemos en el bolso las mujeres! Sé que muchos os morís de curiosidad por saber qué llevamos en el bolso, pero os adelanto que registrarlo es de muy mala educación, y no nos suele sentar muy bien. Y si os pillamos haciéndolo, peor. Imaginaos que abrís y os encontráis un cráneo o una mandíbula... ¡a ver cómo lo explicamos!
De todas formas, entiendo vuestras ganas de saber, porque el contenido del bolso de una chica dice mucho de quién y cómo es (¡y si no que se lo pregunten a los de CSI!). Tiene que ver mucho con su personalidad, indica lo que le preocupa, en qué momento de su vida está, cuáles son sus necesidades, qué es lo que considera importante.
Para empezar, hay que fijarse en el continente, esto es: en el bolso propiamente dicho. Los hay grandes, extragrandes, pequeños, medianos, minis... de tela, de piel, de pelo, de cuero, de esparto, de charol... lisos, con bolsillos, adornos, cremalleras, tachuelas, estampados... de mano, bandolera, mochila, asa corta, asa larga, con cadena... divertidos, formales, sobrios, originales, clásicos... carísisisisisisimos y de los chinos, y entre medias, una amplia gama. Atención, importante: de invierno y de verano. En este punto J siempre pregunta: ¿es que pasan frío las cosas que van dentro? No, J. No, hombres del mundo. Es que el bolso tiene que ir a juego con los zapatos (preferiblemente) y con los colores de la temporada (imprescindiblemente): claros en primavera y verano, oscuros en otoño e invierno. Es una norma. No preguntéis.
Bien. Hasta aquí, os habréis dado cuenta ya de que una chica tiene mil millones de posibilidades ¡y de dudas! a la hora de elegir bolso. Porque hay un bolso para cada ocasión. Por eso tenemos tantos. Y no, no sirve la mochila del gimnasio para ir a la discoteca, ni el bolsito negro de noche para ir al trabajo, ni el del trabajo para ir a cenar con amigas.
Luego está el continente, lo que hay dentro. Bufff... aquí hay muchas diferencias individuales, pero hay una lista de imprescindibles que encontrarás en el bolso de cualquier mujer:
- el monedero. Normal, ¿no? A veces puede que haya dos, uno para la documentación, billetes y tarjetas y otro en versión mini para las monedas. Todo depende de lo pijo y de marca que sea el primero, que a más pijo, menos espacio para lo suelto, porque evidentemente, en high level no se usa cash, sino Visa Oro. De todas formas, a este paso todas las mujeres del mundo tendremos que llevar uno XXXXL solo para las tarjetas, porque hoy en día te dan tarjeta cliente/de puntos/fidelidad/blablablá hasta en la iglesia: sí, padre, vine ayer también... sí, padre, me tiene que poner el sello, que a las diez veces me toca el vinillo con la hostia... sí, padre, que soy cliente VIP y en el próximo divorcio tengo descuento...
- uno o dos paquetes de kleenex. Si puede ser de esos compactos, mejor, que ocupan menos.
- las llaves de casa y las del coche, como mínimo. Eso si no llevas las de casa de tu madre, de tu suegra y las del trabajo. También, el mando del garaje. Suelen ir con un par o tres de llaveros monos. Si no, no son dignas de ir en nuestro bolso.
- un kit de maquillaje de urgencia, compuesto, como mínimo, por rimmel, eyelinner, colorete, lápiz de labios y un espejito. Si no sabéis lo que significan las dos primeras palabras, no sois dignos de tener chica. Las más presumidas, o las que lo necesitan por su trabajo, llevan el kit completo superplus.
- un pequeño perfume, de esos que te dan de muestra cuando te gastas 300€ en cremas.
- una compresa o tampax. Nunca se sabe cuando la muy hdp te va a visitar, a ti o a una amiga desprevenida (tengo en mente un post sobre la regla. Proximamente).
- un boli y una pequeña libreta de notas. En mi caso no le había dado nunca tanta utilidad como desde que escribo el Blog. ¡Soy una esponja, anotando ideas de todo lo que veo!
- las gafas de sol. Si tienes los ojos claros, sin discusión. Aunque sea invierno. Sí.
- un mini costurero de urgencia. Cada vez que lo sacas del bolso porque jo, cuántas cosas llevo, voy a hacer limpieza, es cuando te rompes las medias, se te salta un botón o te haces un siete en el culo.
- el móvil. Imprescindible. Antes te dejas el bolso que el móvil. Hay quién lleva dos.
- un paquete de chicles o caramelos.
- unos auriculares.
- un paquetito de toallitas húmedas. Multiusos. No preguntéis.
- un tubo pequeño de crema de manos.
- un mini neceser con drogas: ibuprofeno, paracetamol, antihistamínicos, laxantes, lizipaína... y tiritas.
- papeles viejos. Están, seguro. Pueden ser listas de la compra pasadas, abonos de transporte público caducados, entradas del cine o teatro, folletos de algún sitio que has visitado (zoo, museo, etc.), flyers de la última noche que saliste hace 1000 años...
Y luego están los opcionales:
- si la mujer pasa de cierta edad en que estamos más maduras, más buenorras y más inteligentes que nunca, las gafas para ver de cerca. Monísimas, en múltiples colores, y que nos dan un toque sexy que os hace babear.
- si fuma, tabaco y mechero. O dos, o tres. Por si acaso. Evidentemente, guardadito en un estuche o pitillera de lo más mona.
- a las que nos gusta escuchar música, podemos hacerlo con el móvil o llevar aparte un mp3.
- hay quién lleva también el Ipad, o Tablet.
- es altamente probable llevar un pen. Respecto al contenido del mismo, mejor lo dejamos a la imaginación.
- y a las que nos gusta leer, un libro o el ebook.
- las anoréxicas, o pseudoanoréxicas, siempre llevan encima una manzana.
- si es mamá de niños pequeños, el bolso es, en realidad, el bolsillo mágico de Doraemon. De ahí puede salir de todo: un chupete, un pañal, una botella de agua, una caja de colores, tizas, el Dalsy, un cochecito, una muñeca, una galleta mordida, la cartilla del pediatra, una piruleta, la Tablet de Dora la Exploradora, un potito, una bolsa de plástico, un babero, unas canicas, los tazos, mercromina, los cromos de la liga de futbol, unos calcetines y la pinza del cordón umbilical, que la guardamos ahí y ahí se quedó, en el fondo del océano.
- si es invierno, unos guantes, y si llueve, un paraguas.
- condones, lubricantes, y nuestro amigo el Delfín. Con la fiebre de Grey, seguro que este subapartado de los bolsos se ha vuelto muy creativo.
- las que pasamos mucho tiempo fuera de casa, seguro que llevamos algún snack: chocolate, galletitas, frutos secos, tortitas de arroz...
- las que tenemos el pelo largo, algún clip, goma u horquilla.
- si está en proceso de divorcio, o sospecha que su chico le es infiel, un boli espía.
- hay quién lleva su perrito y todo.
Y todo eso, en un bolso. Luego os preguntáis porqué llevamos los bolsos grandes, o porqué tardamos 20 minutos en encontrar vuestras llaves, o vuestro móvil, que también nos lo habéis dado para que os lo guardemos. Aunque es cierto que todo cabe también en los mini bolsos. Hacemos cursos intensivos y stages de fin de semana de Tetris, para aprender a organizarlos.
El caso es que los bolsos, además de bonitos, son prácticos, sobre todo para no parecer el muñeco Michelín por llevar las cosas en los bolsillos. Por algo será que últimamente los chicos también se apuntan a la moda de llevar bolso. Confieso, sin embargo, que personalmente odio llevar bolso, que lo llevo exclusivamente por necesidad y que los fines de semana, si puedo, prescindo de él, siendo yo la que le doy a J mi móvil, mi DNI y lo imprescindible. Aún recuerdo a una psicóloga psicoanalítica que se escandalizó cuando lo supo porque le daba mi identidad a mi chico (por lo de darle el DNI). Cuando os dije que Freud había hecho mucho daño no lo decía en broma.
Así que ya no hace falta que registréis los bolsos de vuestras churris. Misterio resuelto. Valga decir que esta es la perspectiva de una tía de mi edad. Seguramente los bolsos de las adolescentes de hoy en día y los de las yayas, son ligeramente diferentes. Las primeras, porque puede que incluyan apuntes, trozos de papel con el teléfono del último ligue, postales de One Direction o el grupo de moda, los brackets y los pantalones. Las dos últimas cosas se las quitan en el ascensor de casa y en su lugar se ponen una minifalda (que en realidad es un cinturón ancho) y la mejor de sus sonrisas para comerse el mundo. Las segundas, porque es probable que su neceser de drogas sea incluso más grande que el bolso, que incluyan además la dentadura, el Corega, la Viagra para el churri, un busca para localizar a sus hijos en caso de urgencia, pastillas Juanola, caramelos de miel y limón, un peine y una estampita de la Virgen del Carmen.
En fin. Tenía intención de hablaros también en este post de porqué las mujeres siempre vamos al baño en grupo. Sé que es un tema que ha dado hasta para algunos congresos. Pero como ya me he extendido bastante, vais a tener que esperar a otra ocasión.
domingo, 29 de marzo de 2015
martes, 24 de marzo de 2015
Los calçots están sobrevalorados
Tengo 44 años y, hasta el domingo pasado, nunca había probado los calçots, lo confieso. Cuando lo comentas, la gente pone la misma cara que si le acabaras de decir ¿sabes qué? Yo fui quién mató a Kennedy. Claro que esas caras no son nada comparada con la que ponen cuando les digo que no bebo alcohol…
Suele empezar así…
- perooo, porqué te sienta mal ¿no?
- no, no, es que no me gusta
- (cara de marciano) que no te gusta como te sienta...
- no, es que no me gusta el sabor, ni el olor… no me gusta, simplemente (¿te lo deletreo?)
- entonces, ¿no bebes nada? (con ese cuento a otra, guapina)
- no
- ¿nunca? (¿te crees que soy idiota?)
- no (pfffff)
- ¿ni cerveza? (¡me lo está diciendo en serio, la tía!)
- no (jooderrrrr)
- ¿ni una copita de cava? ¿en fin de año? ¿en las bodas?
- no, no, nada de nada... (¡esta tía es tonta!)
- ¿ni en tu cumple? ¿ni una sangría? ¿un vinito, con una buena cena? (¡esta tía es tonta!)
- que nooo, nada. (¡y no tengo antenas!)
- ah... (mirada con los ojos entornados, escáner al canto: zsumm zsumm...)
Los calçots se hacen a la brasa, y luego se comen
mojados en salsa de romesco, que la verdad es que está muy buena. Y suerte del mejunje, porque si no, eso no hay quién se lo coma. He de decir que están bien, pero no matan. Los calçots están sobrevalorados. Ahora bien, he descubierto
porqué tienen tanto éxito. Y es que el sexo tiene mucho
tirón.
Para empezar, previo a la fiesta, me mandan por wasap (muy cachondos mis colegas), las
instrucciones para comer calçots. Las miro y pienso, el paso 1 es tope
erótico, fijaos en esa mano izquierda, qué delicadeza... Luego, in situ, me asesoran: cógelo con las dos manos, aprieta la punta, con firmeza, pero con delicadeza, con la otra mano estiras hasta que se pele... muy bien, ahora, lo mojas en la salsa, y te lo comes, abriendo muy bien la boca, aaasí, como si fueraaa... ¡un espárrago! jiji jaja jojo juju...
Los calçots van y vienen, salen de su envoltorio de periódico para ir directos a las gargantas (que digo yo, ¿es que saben leer?). El vinillo también. Yo, la Coca Cola. Y la gente empieza con la conversación subida de tono, con alusiones implícitas, picardías, dobles sentidos... Qué bien lo haces, para ser la primera vez...
La cosa mejora aún más cuando salen las alcachofas. Yo, que no son santo de mi devoción (puesto que son de color verde), siempre las había visto comer de hoja en hoja, que, a ver, tanto trabajo para un churrepetoncillo de nada... es como si estuvieras deshojando una margarita gigante para que al final te salga "no me quiere", mecagontotusmuertos... Pero entonces llega T, y nos enseña una nueva manera de comer una alcachofa: la coge con las dos manos, con igual o mayor delicadeza que la mano izquierda que sujetaba el calçot, se la acerca a los labios, los pone en posición boquilladeaspirador y... empieza a succionar... chuiiiic chuiiiic... los mofletes para adentro, los ojos para afuera, una cara de deleite y fruición... Y lógicamente, todos los demás nos empezamos a partir de risa, y empiezan los chistes y chascarrillos sobre su vida sexual:
- Anda I, ¡que con razón estás tú tan delgada! (a su mujer)
- No, si ya se te ve tan contenta... ya decía yo que esa sonrisa era por algo...
- Joder T, ¡cómo todo lo hagas igual!
- Es que así le saco todo el jugo y luego me como tó lo tierno...
Yo, mientras tanto, me tiro más a las sardinas, que, a la brasa, y con su aceitito, ajo y perejil, están de vicio. El aire lúdicofestivosexual ya no nos abandona, de hecho, hasta las nueve de la noche. Y no deja de maravillarme lo a gusto que me encuentro en una reunión con gente con la que aún tengo poca confianza y lo a la ligera que hablamos las personas de sexo, especialmente alcohol mediante.
Hay un tipo, JM (JM el calvo, porque de 6 hombres, 2 se llaman JA y 3 JM; originales, ellos), digno de la Paramount Comedy. Se pasa 4 horas contándonos anécdotas. Me hace reír tanto que me duelen las costillas y el esternón. Con él aprendo, entre otras cosas, que hay preservativos que recogen hasta los testículos, que los penes de color son rasposos y que algunas mujeres tenemos galletas Oreo en lugar de pezones. Dice que es comercial y que es capaz de vender cualquier cosa. Me lo creo.
Y me siento como en casa. En un solar al que llaman Villa Caca (habéis leído bien), pero que está totalmente acondicionado, con su chimenea y todo. Zarrapastrosa y en chándal, como a mí me gusta estar, vamos, y no como las divinas A e I, (sí, sí, las mismas del Zumba)... que la canción "Antes muerta que sencilla" la escribieron pensando en ellas... pero, ¿¿a una calçotada no hay que ir hecho unos zorros y con babero?? les pregunto. ¡Pero si vengo de lo más normalita! me dicen. No las quiero ver a estas de compras...
Así que nada, sigo pensando que los calçots están sobrevalorados. Pero los buenos ratos con los amigos, no tienen precio.
viernes, 20 de marzo de 2015
De cuando yo quería ser Jodie Foster
Cuando estaba casi acabando la carrera, descubrí, por casualidad, como suelen pasar las buenas cosas de la vida, la psicología jurídica; es decir, aquella parte de la psicología que intenta explicar todo lo relacionado con la ley y la criminología. Lo nuestro fue un flechazo, un amor a primera vista, ese polvo que recuerdas toda la vida.
Decidí que eso era a lo que yo me quería dedicar. Seleccionar un jurado, rehabilitar a los presos, reeducar a los jóvenes, atender a las víctimas del delito, hacer evaluaciones forenses (si son penales, mejor)... Pero ante todo y sobre todo, mi sueño era colaborar con la policía para cazar a los malos. El profiling o perfil criminológico, entrar en la mente del asesino, del violador, del hijoputa. Coincidió (de nuevo, la casualidad) que por aquella época hacía poco que se había estrenado El silencio de los corderos. Recuerdo que cuando J me dijo de ir a verla, porque tenía muy buena crítica, pensé: pero ¿cómo va a ser buena una peli con ese nombre? Que, además, todo muy lógico: se llama el silencio de los corderos y en portada sale una tía con una polilla o mariposa en la boca... El caso es que al final accedí y fuimos (hay que darle vidilla de vez en cuando). Salí del cine diciendo: "Yo quiero ser Jodie Foster". Más guapa, más alta, más rica. Pero Jodie Foster. Bueno, mejor dicho, Clarice Starling.
Y ahí empezó mi caminito hasta dónde estoy hoy. En un ataque de fiebre, decidí que me iba a Estados Unidos, a estudiar al FBI. Ni corta ni perezosa, envié mi currículum y una petición de empleo/beca/estudio/señoradelalimpieza (en inglés, ¿eh?) a todas las agencias del FBI que encontré, creo, en un listín de la biblioteca de la escuela de policía (entonces Internet aún dormía). Los americanos, tan correctos ellos, contestaron todas y cada una de mis cartas, respondiendo amablemente que para poder acceder a cualquiera de esas opciones tenía que ser ciudadana americana (¡cómo no!) y mandándome grandes sobres con artículos y bibliografía sobre el tema, que debieron decir (hay que leerlo con acento yanqui):
- mira esta gilipollo, Peter... ¿dónde va, este española?, ¿qué sabrá ella de killers? si lo más que matan en su puebla es un toro, ole, oleeee ¡Viva Curro Roumero! ¡Good Flamenco!...
- Nooou, John, lo que matan es un cerda, acuerdete lo good que estaba el jamón que comimos en Seville...
- Oh, my God! Yeeees! ¿Qué te parezco si decimos a ella que sí venga here? Pero con maleto llena de jamones... Mejor, podemos enviar The Air Force One...
Pero esa invitación nunca llegó. Y me quedé con los veintipico sobres, en los que guardé mi frustración, dado que la opción de irme a América y casarme con un yanqui no me pareció de recibo.
Tras el estreno del Silencio de los Corderos, llegó la moda de las series policíacas. Que cuando yo era pequeña ya daban alguna, como Colombo, Starsky y Huch o Los hombres de Harrelson (¡míticas series!) y ya de un poco más mayor, la revolucionaria Corrupción en Miami; pero es que, lo que vino después, y se mantiene hoy en día, es una epidemia. ¡Que todos los chavales y chavalas quieren hacerse polis o estudiar para trabajar en el CSI!
Porque claro, en las series todo parece tan fácil y tan emocionante... Y en realidad, es sencillo: busca una poli o una doctora buenorra (si es fea, no sirve). Tiene que ser una tipa dura, soltera, divorciada mejor, con miedo al compromiso, que tenga la nevera vacía, se mantenga de beber Evian y comer ganchitos, y duerma con la pistola bajo la almohada. Con fino sentido del humor y que trate a los tíos a patadas, a pesar de lo cuál, todos le tiran los trastos. Le añades un tipo más duro todavía, siempre con barba de tres días, despeinado perfecto, que fume como un carretero y beba whisky sin parar, vista tejanos y camiseta blanca, bíceps y tableta (aunque esto no es del todo imprescindible), emocionalmente inepto y amargado de la vida. Un poco o un mucho de química sexual entre ellos. Añades los malos (no son importantes) y ¡voalá! Ya tienes montada la serie policíaca de éxito.
Y hay que ver lo realistas que son ¿eh? Bones, por ejemplo. Una antropóloga forense, Brennan, especializada en huesos (de ahí el nombre de la serie y su mote); antipática y rara dónde las haya, con un más que probable síndrome de Asperger, que acompaña a Booth, el poli, a toda escena del crimen, interroga testigos, registra domicilios... Lo corriente entre los forenses, vamos. Él, que nunca rinde cuentas al jefe, entre otras cosas porque nunca sale su jefe, ni sus compañeros, ni una puñetera comisaría. Todas sus pesquisas se gestan, controlan y solucionan en el laboratorio, especialmente con Brennan. Lo que yo digo, lo normal.
En una línea parecidísima está Castle, sólo que esta vez la poli es la chica (Beckett) y el que la acompaña a todas partes es un escritor graciosillo, Castle. El ingrediente añadido es que se supone que él sólo observa el trabajo de la policía para inspirarse para sus novelas. Pero, igual que Brennan, interroga a los testigos, desactiva bombas, entra en domicilios... Lo que haría cualquier escritor.
Con una vuelta más de tuerca, está El Mentalista. Patrick Jane es un falso médium, contratado por la policía para ayudar a solucionar casos difíciles, dado su supuesto don. En realidad, es un tío intuitivo y observador, él se llama "mentalista". Le basta con estar en la misma habitación que otra persona para saber si es el asesino:
- ¿Cómo ha dicho que se llama?
- Usted la mató.
- ¿Cómo dice?
- Ha preguntado cómo me llamo sólo para desviar la atención...
- ¡Oiga! ¡Está usted loco!
- Cuando hemos entrado, he visto que usted salía de la puerta de la izquierda, pero es usted diestra. (bebe té) Lleva un vestido de los años 50, aunque nació en el 70. (bebe té) En el cubo de basura de la cocina hay un envoltorio de tinte para el pelo pelirrojo, pero usted es daltónica, por lo que no puede ver de qué color tiene el pelo, ¿qué sentido tiene teñírselo? (bebe té) En realidad, tiñó el pelo del cadáver para que fuera acorde con el maquillaje que le aplican en el tanatorio. (bebe té) Dice que le gusta leer, pero su casa está completamente llena de libros. (bebe té) Juntando todos esos datos, es obvio que es usted la asesina. (bebe té con el meñique levantado)
Acompaña a la poli, Lisbon, y además de extralimitarse continuamente en sus funciones, trata fatal a testigos, víctimas y culpables, miente, tiende trampas... La trama se complica porque hay un asesino en serie, John el Rojo, que la tiene tomada con él y lo lleva a situaciones límite, en las que involucra a Lisbon y su equipo, que se saltan las normas y no pasa nada. Porque en esta serie, al menos, sí que salen otros polis, una comisaría, y una jefa que quiere que la llamen "Señor". Todo muy normal. Lo que pasa es que Simon Baker es todo un caballero, muy guapo (siempre me han gustado los rubios, ¿qué le vamos a hacer?) y me cae bien su personaje, así que se lo perdono casi todo.
Ni que decir tiene que los protagonistas acaban enrollándose, Brennan y Booth, Castle y Beckett, y Jane y Lisbon. Si no, ¿qué mierda de series serían?
En otra línea argumental está, por ejemplo, la saga CSI. Hay dos o tres, que son iguales, pero con actores y escenarios distintos: Las Vegas, Miami y Nueva York. En este caso, todos los que salen son científicos forenses, cuya misión es investigar y resolver crímenes a partir de las pruebas recogidas en la escena del crimen, sobre todo. Y en esta serie, con éxito sin precedentes, también es todo de lo más normal y verídico. Los jefes, son raros de cojones (Grissom, Caine y Taylor). Las chicas se pasean por el barro, entre sangres y vísceras, con taconazos y uñas de porcelana. Inspeccionan los cadáveres en estado de putrefacción sin arrugar la nariz ni ponerse esa cosa verde debajo. Llevan un maletín que ni el bolsillo de Doraemon: allí hay de todo. Obtienen los resultados de una prueba de ADN en apenas unos minutos. SIEMPRE encuentran un pelo, rastros de sangre. Da igual que lo hayas limpiado todo con KH-7, lejía o Cillit Bang. Cuando introducen unas huellas dactilares en el IAFIS, el sospechoso SIEMPRE está fichado, y tarda aproximadamente 20 segundos en salir en pantalla: sus huellas, su cara, su dirección, sus antecedentes penales, el nombre de su primera mascota y su talla de calzoncillos.
Mentes criminales es una de las que más tendría que gustarme, dado que, teóricamente, se acerca muchísimo al profiling. Nos enseñan el trabajo que se hace desde la Unidad de Análisis de Conducta del FBI (¡¡ahí es dónde yo quería trabajar!!). Los agentes, psicólogos y criminólogos, analizan la escena del crimen y todos los datos de que disponen para elaborar un perfil que permita a la policía capturar a los malos malísimos. Hasta aquí, ¡me emociono como niño con zapatos nuevos! Pero claro, luego la veo y... ¡es que se les va la mano con la ficción! Ellas guapísimas a reventar, ellos, da igual, menos Morgan, que parece un hombre-anuncio de El Gorriaga. El jefe, Hotchner, también serio y raro. Se ve que es requisito de los jefes, lo de ser raros. El psicólogo, como en todas las series y pelis del mundo, medio loco, con mogollón de problemas personales por resolver. Menos mal que, por lo menos, lo pintan como super inteligente. La mejor, para mí, Penélope, una hacker que tiene más peligro con un ordenador en las manos que Espinete en una tienda de globos. Me encanta su estética, me identifico mucho con ella. Siempre dispuesta a ayudar a sus chicos: la llaman:
- ¡Hola preciosa! Necesitamos saber si en los últimos quince años alguien compró un batido de fresa en la gasolinera de la Quinta Avenida.
Unos segundos después...
- Aquí lo tengo, Morgan, guapetón.. Se llama James Miller, vive en la misma Quinta Avenida, número 1562335967, piso 53. Está divorciado, trabaja como cartero y le gustan los espaguetis. Tiene diez multas de tráfico, y una vez se sacó un moco mientras estaba en la cola del cine. El día que compró el batido de fresa salió tarde de trabajar y no había podido ir a Wegmans a hacer la compra. ¿Algo más?
Y lo mejor: establecen un perfil en apenas dos días. Reúnen a los polis para explicárselo y lo hacen siguiendo una exquisita coreografía, que parece que han cogido número de esos de la pescadería para hablar... ¡Qué sincronización!
En fin. Una decepción. Que yo entiendo que tienen que tener elementos de ficción, giros en la trama que te enganchen... ¡pero es que son tan irreales! Hay un largo etcétera que podría comentar en la misma línea: NCIS Los Angeles, Ley y Orden (apenas las he visto), Hawai 5.0. (una versión mala de Starsky y Huch), Elementary (un asesor de Scotland Yard -Sherlock- que es despedido por su afición a las drogas, y que, junto a su canguro china -Watson- ¡!, resuelven crímenes), Profiler (otra de una psicóloga forense que prometía en su cometido de hacer perfiles, y luego resulta que, para variar, la prota está loca perdida, y, como al mentalista, tiene un asesino en serie que le hace la vida imposible)... ¡pero entonces este post no se acabaría nunca!
Reconozco que veo la mayoría de estas series, como entretenimiento. Pero entonces, a mí es en ese punto dónde me da la vergüenza, y ya no le cuento a nadie que quiero ser perfiladora. Por otra parte, en España mi futuro como tal, sería parecido al de un submarino descapotable, porque es verdad que, afortunadamente, aquí los asesinos en serie son, en todo caso, los de los cerdas. Además, desde que soy madre, y conforme me voy haciendo mayor, como que ya no tengo tan claro que me apetezca pasarme el día viendo la escoria de nuestra sociedad. Lo he hecho los últimos años (y eso que no era lo peor de lo peor) y ya no tengo yo estómago para esas cosas.
Así que (creo) que ya no quiero ser Jodie Foster. En todo caso, me identifico más con Laura Lebrel, de Los misterios de Laura, que es madre, más bien feota, viste fatal, una marujona que se hace la tonta y que lleva a la pesada de su madre siempre pegada a los talones. Eso sí, lista.
Mientras tanto, las series que me han dicho que están realmente bien de este género son The Wire y True Detective, ambas relativamente recientes. Será cuestión de verlas, a ver si tengo otro polvo épico.
domingo, 15 de marzo de 2015
Padres en las gradas
Hay que ver cómo sufrimos las madres.
Debe ser un gen que te implantan en el quirófano, cuando estás allí, en esa postura tan digna delante de unas cien personas, y la enfermera de turno te dice:
- ¡aguanta, aguanta! ¡que no se te salga! (en referencia al enema) ¡te he dicho que no se te saliera! ¡¿quieres hacer fuerza?!...
- ¿¿Qué no se me salgaaa?? ¿¿qué haga fuerza?? japutaaaaaa, si la fuerza la estoy haciendo pa' controlarme y no sacarte los ojoooosss, ¡¡¡ponme ya la epiduraaaaaaaaaallll!!!!
Pero bueno, eso sería otro post.
El caso es que, como decía mi abuela, desde el minuto uno en que sabes que estás embarazada, hasta que te mueres, no dejas de sufrir por tus hijos. Yo solía pensar que era una exagerada (no tengo especial alma de sufridora), pero ¡cuántas veces me acuerdo de la razón que tenía!
Uno de los momentos en que más sufro por mis hijos es, como esta mañana, cuando van a una competición de Taekwondo. No sufro porque ganen. Sufro por su sufrimiento, por sus nervios, por su frustración, ¡por su físico! (algún que otro niño siempre sale lesionado, incluso con intervención de la ambulancia en alguna ocasión). Sufro porque no haya diferencias entre mis hijos, que uno gane medalla y el otro no. Sufro porque sí, porque tengo ese gen.
Llaman a la petarda por el altavoz a prepararse en el tatami 12. ¡Pum! Se activa el resorte que me hace ponerme histérica.... Bufff..... Pili, porfa, ¿puedes grabar tú? Una tía licenciada, medianamente inteligente, psicóloga a más inri... ¡incapaz de sostener un móvil para grabar a su hija! Empieza el combate. Los puños en tensión, el estómago como una piedra, que piensas: mira, ya no me hace falta ir al gimnasio... Ni Zumba ni hostias... un combatito por semana y como si hubiese hecho una tanda de 100 abdominales...
Cada vez que la otra niña se le acerca, vas diciendo por ti dentro: cabrona ¡déjala! ¡Vete! A ver si te da un vahído... Cada vez que le da una patada: cómo bajeee... ¡te vas a enterar! Si le da en la cabeza: Te-es-tás-pa-san-do... Y si le hace daño... bufffff.... si le hace daño, notas un alien que te sube desde el bajo vientre hasta la boca, groooaaaaaaarrrrrrrrrrr.... que me dan ganas de saltar desde la grada, en plan Hulk ¡Plas! ¡¡Me planto en el tatami y te cojo de los pelos!! ¡Te meto un puñetazo verde en cada ojo, niñata!
Pero todo eso pasa por dentro de tu cuerpo. Por fuera es todo civilización. Los nudillos blancos, de tanto apretarlos. Los labios se me quedan peor que los de Kristina Rei, de tanto que me los aprieto con las manos. Gana... ¡bien! Pierde... ¡mierda!... ¡Empate!, ¡venga, vengaaa!! aaaarggg... Ni en el examen de oposición, oye. ¿¿Cómo va el marcador?? ¡Que no lo veo! Señorrrr, ¿quiere quitarse de en medio o lo quito yo?
Lamentablemente, no todo el mundo tiene el mismo grado de autocontrol. Hay madres a las que, en el quirófano, no sólo les transpusieron el gen sufropormishijos, sino una cadena genética en la que está el gen de amihijonilotoques, eselmejorentodo, siempretienerazón y tematoloba. Éstas, además, cuando tienen sus escarceos con el padre de la criatura, le traspasan esa cadena genética, y estamos de mala suerte si el papá es, además, portador de la cadena somosmachomen, mihijotienequeganarentodo, esteentrenadoresimbécil, noexisteeldolor, nomeseasnenaza y nomemiresasíqueterevientolacabeza. Cuando se produce esa combinación, tenemos a los padres que en las gradas se comportan como orangutanes. ¡Qué digo! Pobres orangutanes, ellos son más civilizados...
Hay un gimnasio, conocido ya en todas las competiciones, que son para hacerles un estudio neuronal: a los entrenadores, a los padres y, por supuesto, en un futuro a los/as niños/as que están forjando. Ellos, crusanitos calvos o rapaos. El clombuterol, las tortitas de arroz y las claras de huevo se les salen por los oídos. Ellas, chonis total. Las mallas de leopardo, la camiseta naranja fosforito con el estampado del gimnasio sobre el tetamen operado, las permanentes teñidas de diferentes colores. Los niños, Jonathans, Kevins, Christians, Jessicas y similares. Son como avispas, se desplazan en grupo por la parte superior de las gradas, buscando dónde compiten sus vástagos. Cuando los encuentran, empieza el zumbido: los animan a grito pelado, que se les oye dentro, fuera y alrededor del pabellón. Gritan hasta que molestan. Gritan hasta que ponen nerviosos a los niños: a los suyos, a los pobres que compiten con los suyos, y al resto de padres que estamos allí pensando ¿a qué le meto? Uno de ellos, sobre todo, igual se ha pensado que está en un concierto: eh! eh! eh! eh!... que parece Fito, pero hinchado. Sólo les faltan las pancartas: "Amor de madre", "Somos los nonver guan", "Si las de Ramos son Rameras, las de taicondo, somos Taconeras". Cuando uno de sus niños/as pierde, el coach relleno de crema le mete una bronca que flipas.
Pero ese gimnasio no es el peor. Hay uno de coreanos: coreanos los entrenadores, coreanos los padres, coreanos los hijos. Que esos no chillan. Esos van en silencio, constreñidos, muy educados y formales. Saludan con reverencia hasta a la señora de la limpieza. A los padres no se les ve ni se les oye, no sé dónde están y ni siquiera si van. Pero los coach son unos psicópatas implacables. Si un niño se cae o se hace daño, lo miran impasible sin moverse de la silla hasta que deja de retorcerse de dolor y se reincorpora al tatami. Durante el combate, les van dando indicaciones, en coreano, que estoy segura que quieren decir "¡que te he dicho que le muerdas el cuello! ¡Como si fuera un americano!". Hemos visto llorar de rabia a un coach porque el niño perdió un combate. Hoy nos contaba uno de nuestros niños que uno de los entrenadores, en el vestuario, tenía acorralado a uno de sus niños, pegándole, empujándole y tirándole al suelo. Todo porque había perdido.
Estamos hablando de niños de hasta 11 o 12 años, por favor. Campeonato de Catalunya. ¡¡Que no son las olimpiadas, señoreeeeesssss!! Y aunque lo fueran... que no les van a sacar de la pobreza... Que los taekwondistas profesionales se lo tienen que pagar todoooo. ¡Qué flipaos! Igual se piensan que están rodando Karate Kid o algo...
Pero bueno, esto no pasa sólo en taekwondo, por supuesto. Madres y padres enfermos hay en todas las canchas deportivas del mundo. Lo vi de primera mano en patinaje artístico, y lo sé de buena tinta en deportes como el fútbol y la natación. Padres cuyas primeras palabras al ver a sus hijos tras el partido, la competición o la exhibición, son una reprimenda por todo aquello en que, a su juicio, han fallado, cuando no, una colleja y una bronca, esa sí, de campeonato. Padres que les obligan a practicar un deporte que no les gusta, que los ponen a dieta, que les hacen entrenar hasta la extenuación, que los insultan y ridiculizan, que los comparan con sus hermanos o amigos más brillantes, que los tratan como deportistas profesionales. Padres que insultan a los árbitros, a los entrenadores, a los otros niños y a sus padres. Padres que se pelean con otros padres, incluso llegando a las manos. Padres que dan a sus hijos un claro ejemplo de deportividad y compañerismo.
Si, encima, los padres están separados, ¡ya es la hostia! Entre ambos padres, cuatro o cinco personas de diferencia, no sea caso que también estos lleguen a las manos. Esos padres se vuelven bizcos de mirar a la cancha y, por el rabillo del ojo, el comportamiento del ex.
Claro, no me extraña que el niño sea tan malo, si es que es igual de blandengue que su madre...
Míralo, no le importa nada su hijo, sólo quiere que sea un crac del futbol pero luego no le pasa un duro... míralo, míralo... ¡de padre del año!
Si encima, a uno de los dos se le ocurre ir acompañado de su nuevo/a churri... ¡ha firmado su sentencia de muerte!
¿Será cabrón? ¡Y encima se la trae aquí! Mírala... si parece que no tenga dónde caerse muerta... ¿y por esa pelandrusca me has cambiado? En cambio yo estoy estupenda, mírame, todo en su sitio... ¡muérete de envidia!
¡Vaya! ¿Así que ese es el "ingeniero"? ¡Pero si está calvo! Qué, colega, ¿te la follas bien? ¿En mi cama? Pues disfruta, disfruta... hasta que saque la escoba (por lo de bruja, se entiende).
En algún momento que coinciden las miradas.... dientes, dientes... a lo Pantoja. Cuando viene el niño:
- mami, papi ¿¿habéis visto que golazo he marcado??
- Eh, ¿cómo? Ah, ¿pero no estabas en el banquillo?
Confío en que, en el s. XXII, o se haya destruido el planeta Tierra, o ya se haga cirugía de ingeniería genética, y se les puedan extirpar a estos energúmenos esos genes que les transforman cuando pisan una grada.
Por el momento, yo hoy me voy a la cama felicitando a todos los niños que hoy han luchado con ilusión y esfuerzo, hayan ganado o perdido, y en especial a los niños y niñas de nuestro gimnasio y a sus sufridoras madres, con las que comparto uñas y selfies. Me voy a dormir con la satisfacción de saber que mi hija se ha esforzado a tope, ha disfrutado, ha respetado a sus rivales y encima ha sido medalla de bronce. Eso sí, antes de irme a dormir, me tomo una tila.
Hay que ver cómo sufrimos las madres.
Debe ser un gen que te implantan en el quirófano, cuando estás allí, en esa postura tan digna delante de unas cien personas, y la enfermera de turno te dice:
- ¡aguanta, aguanta! ¡que no se te salga! (en referencia al enema) ¡te he dicho que no se te saliera! ¡¿quieres hacer fuerza?!...
- ¿¿Qué no se me salgaaa?? ¿¿qué haga fuerza?? japutaaaaaa, si la fuerza la estoy haciendo pa' controlarme y no sacarte los ojoooosss, ¡¡¡ponme ya la epiduraaaaaaaaaallll!!!!
Pero bueno, eso sería otro post.
El caso es que, como decía mi abuela, desde el minuto uno en que sabes que estás embarazada, hasta que te mueres, no dejas de sufrir por tus hijos. Yo solía pensar que era una exagerada (no tengo especial alma de sufridora), pero ¡cuántas veces me acuerdo de la razón que tenía!
Uno de los momentos en que más sufro por mis hijos es, como esta mañana, cuando van a una competición de Taekwondo. No sufro porque ganen. Sufro por su sufrimiento, por sus nervios, por su frustración, ¡por su físico! (algún que otro niño siempre sale lesionado, incluso con intervención de la ambulancia en alguna ocasión). Sufro porque no haya diferencias entre mis hijos, que uno gane medalla y el otro no. Sufro porque sí, porque tengo ese gen.
Llaman a la petarda por el altavoz a prepararse en el tatami 12. ¡Pum! Se activa el resorte que me hace ponerme histérica.... Bufff..... Pili, porfa, ¿puedes grabar tú? Una tía licenciada, medianamente inteligente, psicóloga a más inri... ¡incapaz de sostener un móvil para grabar a su hija! Empieza el combate. Los puños en tensión, el estómago como una piedra, que piensas: mira, ya no me hace falta ir al gimnasio... Ni Zumba ni hostias... un combatito por semana y como si hubiese hecho una tanda de 100 abdominales...
Cada vez que la otra niña se le acerca, vas diciendo por ti dentro: cabrona ¡déjala! ¡Vete! A ver si te da un vahído... Cada vez que le da una patada: cómo bajeee... ¡te vas a enterar! Si le da en la cabeza: Te-es-tás-pa-san-do... Y si le hace daño... bufffff.... si le hace daño, notas un alien que te sube desde el bajo vientre hasta la boca, groooaaaaaaarrrrrrrrrrr.... que me dan ganas de saltar desde la grada, en plan Hulk ¡Plas! ¡¡Me planto en el tatami y te cojo de los pelos!! ¡Te meto un puñetazo verde en cada ojo, niñata!
Pero todo eso pasa por dentro de tu cuerpo. Por fuera es todo civilización. Los nudillos blancos, de tanto apretarlos. Los labios se me quedan peor que los de Kristina Rei, de tanto que me los aprieto con las manos. Gana... ¡bien! Pierde... ¡mierda!... ¡Empate!, ¡venga, vengaaa!! aaaarggg... Ni en el examen de oposición, oye. ¿¿Cómo va el marcador?? ¡Que no lo veo! Señorrrr, ¿quiere quitarse de en medio o lo quito yo?
Lamentablemente, no todo el mundo tiene el mismo grado de autocontrol. Hay madres a las que, en el quirófano, no sólo les transpusieron el gen sufropormishijos, sino una cadena genética en la que está el gen de amihijonilotoques, eselmejorentodo, siempretienerazón y tematoloba. Éstas, además, cuando tienen sus escarceos con el padre de la criatura, le traspasan esa cadena genética, y estamos de mala suerte si el papá es, además, portador de la cadena somosmachomen, mihijotienequeganarentodo, esteentrenadoresimbécil, noexisteeldolor, nomeseasnenaza y nomemiresasíqueterevientolacabeza. Cuando se produce esa combinación, tenemos a los padres que en las gradas se comportan como orangutanes. ¡Qué digo! Pobres orangutanes, ellos son más civilizados...
Hay un gimnasio, conocido ya en todas las competiciones, que son para hacerles un estudio neuronal: a los entrenadores, a los padres y, por supuesto, en un futuro a los/as niños/as que están forjando. Ellos, crusanitos calvos o rapaos. El clombuterol, las tortitas de arroz y las claras de huevo se les salen por los oídos. Ellas, chonis total. Las mallas de leopardo, la camiseta naranja fosforito con el estampado del gimnasio sobre el tetamen operado, las permanentes teñidas de diferentes colores. Los niños, Jonathans, Kevins, Christians, Jessicas y similares. Son como avispas, se desplazan en grupo por la parte superior de las gradas, buscando dónde compiten sus vástagos. Cuando los encuentran, empieza el zumbido: los animan a grito pelado, que se les oye dentro, fuera y alrededor del pabellón. Gritan hasta que molestan. Gritan hasta que ponen nerviosos a los niños: a los suyos, a los pobres que compiten con los suyos, y al resto de padres que estamos allí pensando ¿a qué le meto? Uno de ellos, sobre todo, igual se ha pensado que está en un concierto: eh! eh! eh! eh!... que parece Fito, pero hinchado. Sólo les faltan las pancartas: "Amor de madre", "Somos los nonver guan", "Si las de Ramos son Rameras, las de taicondo, somos Taconeras". Cuando uno de sus niños/as pierde, el coach relleno de crema le mete una bronca que flipas.
Pero ese gimnasio no es el peor. Hay uno de coreanos: coreanos los entrenadores, coreanos los padres, coreanos los hijos. Que esos no chillan. Esos van en silencio, constreñidos, muy educados y formales. Saludan con reverencia hasta a la señora de la limpieza. A los padres no se les ve ni se les oye, no sé dónde están y ni siquiera si van. Pero los coach son unos psicópatas implacables. Si un niño se cae o se hace daño, lo miran impasible sin moverse de la silla hasta que deja de retorcerse de dolor y se reincorpora al tatami. Durante el combate, les van dando indicaciones, en coreano, que estoy segura que quieren decir "¡que te he dicho que le muerdas el cuello! ¡Como si fuera un americano!". Hemos visto llorar de rabia a un coach porque el niño perdió un combate. Hoy nos contaba uno de nuestros niños que uno de los entrenadores, en el vestuario, tenía acorralado a uno de sus niños, pegándole, empujándole y tirándole al suelo. Todo porque había perdido.
Estamos hablando de niños de hasta 11 o 12 años, por favor. Campeonato de Catalunya. ¡¡Que no son las olimpiadas, señoreeeeesssss!! Y aunque lo fueran... que no les van a sacar de la pobreza... Que los taekwondistas profesionales se lo tienen que pagar todoooo. ¡Qué flipaos! Igual se piensan que están rodando Karate Kid o algo...
Pero bueno, esto no pasa sólo en taekwondo, por supuesto. Madres y padres enfermos hay en todas las canchas deportivas del mundo. Lo vi de primera mano en patinaje artístico, y lo sé de buena tinta en deportes como el fútbol y la natación. Padres cuyas primeras palabras al ver a sus hijos tras el partido, la competición o la exhibición, son una reprimenda por todo aquello en que, a su juicio, han fallado, cuando no, una colleja y una bronca, esa sí, de campeonato. Padres que les obligan a practicar un deporte que no les gusta, que los ponen a dieta, que les hacen entrenar hasta la extenuación, que los insultan y ridiculizan, que los comparan con sus hermanos o amigos más brillantes, que los tratan como deportistas profesionales. Padres que insultan a los árbitros, a los entrenadores, a los otros niños y a sus padres. Padres que se pelean con otros padres, incluso llegando a las manos. Padres que dan a sus hijos un claro ejemplo de deportividad y compañerismo.
Si, encima, los padres están separados, ¡ya es la hostia! Entre ambos padres, cuatro o cinco personas de diferencia, no sea caso que también estos lleguen a las manos. Esos padres se vuelven bizcos de mirar a la cancha y, por el rabillo del ojo, el comportamiento del ex.
Claro, no me extraña que el niño sea tan malo, si es que es igual de blandengue que su madre...
Míralo, no le importa nada su hijo, sólo quiere que sea un crac del futbol pero luego no le pasa un duro... míralo, míralo... ¡de padre del año!
Si encima, a uno de los dos se le ocurre ir acompañado de su nuevo/a churri... ¡ha firmado su sentencia de muerte!
¿Será cabrón? ¡Y encima se la trae aquí! Mírala... si parece que no tenga dónde caerse muerta... ¿y por esa pelandrusca me has cambiado? En cambio yo estoy estupenda, mírame, todo en su sitio... ¡muérete de envidia!
¡Vaya! ¿Así que ese es el "ingeniero"? ¡Pero si está calvo! Qué, colega, ¿te la follas bien? ¿En mi cama? Pues disfruta, disfruta... hasta que saque la escoba (por lo de bruja, se entiende).
En algún momento que coinciden las miradas.... dientes, dientes... a lo Pantoja. Cuando viene el niño:
- mami, papi ¿¿habéis visto que golazo he marcado??
- Eh, ¿cómo? Ah, ¿pero no estabas en el banquillo?
Confío en que, en el s. XXII, o se haya destruido el planeta Tierra, o ya se haga cirugía de ingeniería genética, y se les puedan extirpar a estos energúmenos esos genes que les transforman cuando pisan una grada.
Por el momento, yo hoy me voy a la cama felicitando a todos los niños que hoy han luchado con ilusión y esfuerzo, hayan ganado o perdido, y en especial a los niños y niñas de nuestro gimnasio y a sus sufridoras madres, con las que comparto uñas y selfies. Me voy a dormir con la satisfacción de saber que mi hija se ha esforzado a tope, ha disfrutado, ha respetado a sus rivales y encima ha sido medalla de bronce. Eso sí, antes de irme a dormir, me tomo una tila.
Hay que ver cómo sufrimos las madres.
Yo tenía una abuela
Yo tenía una abuela, de esas que te imaginas cuando te cuentan un cuento. Tenía el poco cabello que le quedaba gris, casi blanco y siempre se ponía una redecilla negra para que no se le moviera ni un pelo. Tenía la piel de porcelana, sin una arruga, a pesar de haber trabajado siempre en el campo y de no haberse puesto una crema en su vida.
Yo tenía una abuela, en la que todo en ella era puro y virginal, hasta el nombre. Una persona dulce, sin maldad ninguna, inocente aún a sus ochenta y pico años. Un ser de luz. Una mujer a la antigua usanza, que se escandalizaba cuando veía a las Mama Chicho en la tele, y se enfadaba con mi abuelo porque, de repente, no pestañeaba ante el televisor.
Yo tenía una abuela que presumía de haber vivido con el amor de su vida y de no haber discutido jamás con él, si bien es verdad que le reñía cada mañana por su costumbre de tomar una copita de anís después del desayuno. Llevó el anillo de casada hasta el día de su muerte y no entendía "las costumbres modernas" de divorciarse.
Yo tenía una abuela que, de tanto cuidar a los demás, se descuidó a sí misma. Sólo le funcionaba la mitad izquierda del cuerpo, y necesitaba ayuda para levantarse, vestirse, ir al baño, caminar, etc. La recuerdo cómo si la viera ahora mismo, sentada en nuestro sillón rojo de skay, comiendo con la mano izquierda y masticando como podía con su único diente sano.
Yo tenía una abuela que vivía con nosotros cuatro meses al año, junto con mi abuelo. Recuerdo bajar volando las escaleras para ir a recibirla y echarme encima suyo como un tsunami, sin tener en cuenta que la pobre mujer venía agotada del viaje desde el pueblo. Recuerdo la sensación de felicidad al verla, colmarla de besos y abrazos...
Yo tenía una abuela que siempre estaba riendo. Se reía en silencio, sin apenas ruido, con estremecedoras olas a lo largo de su cuerpo, que le hacían aflorar las lágrimas y subir y bajar su vientre en una montaña rusa de felicidad, tal como se ríe también mi madre.
Yo tenía una abuela que no sabía pronunciar bien mi nombre, muchas veces me decía Lololanda. Se miraba la cara con un pequeño espejo y me pedía que le quitase los pelillos de la barbilla y de una verruga que tenía. Tengo que estar guapa, me decía.
Yo tenía una abuela, que se marchó un 31 de diciembre. Como si ya no tuviera fuerzas para empezar un nuevo año. Cerró los ojos y ya no despertó, dejándome un vacío permanente y entrañable que a menudo lleno con sus recuerdos.
Yo tenía una abuela, en la que todo en ella era puro y virginal, hasta el nombre. Una persona dulce, sin maldad ninguna, inocente aún a sus ochenta y pico años. Un ser de luz. Una mujer a la antigua usanza, que se escandalizaba cuando veía a las Mama Chicho en la tele, y se enfadaba con mi abuelo porque, de repente, no pestañeaba ante el televisor.
Yo tenía una abuela que presumía de haber vivido con el amor de su vida y de no haber discutido jamás con él, si bien es verdad que le reñía cada mañana por su costumbre de tomar una copita de anís después del desayuno. Llevó el anillo de casada hasta el día de su muerte y no entendía "las costumbres modernas" de divorciarse.
Yo tenía una abuela que, de tanto cuidar a los demás, se descuidó a sí misma. Sólo le funcionaba la mitad izquierda del cuerpo, y necesitaba ayuda para levantarse, vestirse, ir al baño, caminar, etc. La recuerdo cómo si la viera ahora mismo, sentada en nuestro sillón rojo de skay, comiendo con la mano izquierda y masticando como podía con su único diente sano.
Yo tenía una abuela que vivía con nosotros cuatro meses al año, junto con mi abuelo. Recuerdo bajar volando las escaleras para ir a recibirla y echarme encima suyo como un tsunami, sin tener en cuenta que la pobre mujer venía agotada del viaje desde el pueblo. Recuerdo la sensación de felicidad al verla, colmarla de besos y abrazos...
Yo tenía una abuela que siempre estaba riendo. Se reía en silencio, sin apenas ruido, con estremecedoras olas a lo largo de su cuerpo, que le hacían aflorar las lágrimas y subir y bajar su vientre en una montaña rusa de felicidad, tal como se ríe también mi madre.
Yo tenía una abuela que no sabía pronunciar bien mi nombre, muchas veces me decía Lololanda. Se miraba la cara con un pequeño espejo y me pedía que le quitase los pelillos de la barbilla y de una verruga que tenía. Tengo que estar guapa, me decía.
Yo tenía una abuela, que se marchó un 31 de diciembre. Como si ya no tuviera fuerzas para empezar un nuevo año. Cerró los ojos y ya no despertó, dejándome un vacío permanente y entrañable que a menudo lleno con sus recuerdos.
sábado, 14 de marzo de 2015
(Dis)capacidad
Lo primero que me llama la atención es ver que se está comiendo una chocolatina. Va sentada delante de mí, en el asiento que queda en diagonal al mío, por lo que, a través del hueco entre asientos, tengo cierto ángulo de visión. Mmmm... ¡qué rico! No es una chocolatina, es una barrita tipo Kínder, pero de la marca Hacendado. Se ha comido una, coge la caja del asiento contiguo (una de esas que lleva 16 barritas), y saca otra. Vaya, las compra para sus hijos, pero no puede resistirse... jijiji... ¡yo tampoco podría!
Hay algo ritual en su manera de abrir el envoltorio. La coge con una delicadeza extrema, apenas sin rozarla. Tiene los dedos regordetes y sucios, las uñas a medio pintar con un esmalte barato, de esos que utiliza mi hija, un anillo muy kitsch. Uy, algo aquí no está bien. Intento concentrarme en la novela policíaca que acabo de empezar, pero irremediablemente mis ojos vuelan hacia el ángulo espacial que me permite observarla. Hay algo en su forma de actuar que me hipnotiza.
Ya va por la tercera barrita y coge otra. La desnuda con la misma ternura y cuidado que a las anteriores. Destapa el envoltorio siempre de la misma forma, cogiendo con delicadeza los extremos, y en el mismo orden. No sé si tiene miedo de que se rompan, de mancharse, o simplemente está teniendo un espacio de intimidad con el chocolate que yo también tendría.
Va despeinada. Tiene el pelo corto, negro, con algunas canas diseminadas por aquí y por allá, y con numerosas calvas. Lleva unas gruesas gafas de pasta, con gruesos cristales por los que miro a través de una esquinita y distorsionan lo que tiene delante.
Cuando se gira para coger otra vez la caja, puedo verle un poco el perfil. Tiene el bigote sin depilar, con un vello negro y espeso, y sobre él, una capa de mocos transparentes, viscosos y brillantes. ¡Ostras! ¿No se ha dado cuenta? ¿Se lo digo? ¡Si hombre!
Coge una cuarta barrita, con la que repite la operación de las dos anteriores. Joder, va a dejar a sus hijos sin barritas... Está gordita y viste una camiseta con un estampado imposible. Intento dejar de mirarla, me siento una voyeur grosera e impresentable, pero me atrae como un imán.
Cuando va por la sexta o séptima barrita, llego a la conclusión (¡lista yo!) de que las barritas no son para ningún hijo, sino para ella. Ya le he podido ver mejor la cara y es obvio que padece algún tipo de discapacidad. Está disfrutando de lo lindo churrepeteándose los dedos sucios. Se limpia los mocos con la manga de su camiseta imposible. Esa visión no me ayuda con mis pensamientos sobre la higiene del autobús...
Tras dos barritas más, guarda escrupulosamente la caja con las restantes en su bolso de monja. Se levanta para bajarse en la siguiente parada. Tiene un aspecto que seguramente provoca rechazo social en muchas personas, pero a ella no parece importarle. La miro mientras se baja y pienso que, en realidad, la discapacidad la tenemos el resto de las personas. Una discapacidad permanente para ser felices y disfrutar de las pequeñas cosas, como comer chocolate como si no hubiese mañana y limpiarse los mocos con la manga de una camiseta que no sigue la moda.
Hay algo ritual en su manera de abrir el envoltorio. La coge con una delicadeza extrema, apenas sin rozarla. Tiene los dedos regordetes y sucios, las uñas a medio pintar con un esmalte barato, de esos que utiliza mi hija, un anillo muy kitsch. Uy, algo aquí no está bien. Intento concentrarme en la novela policíaca que acabo de empezar, pero irremediablemente mis ojos vuelan hacia el ángulo espacial que me permite observarla. Hay algo en su forma de actuar que me hipnotiza.
Ya va por la tercera barrita y coge otra. La desnuda con la misma ternura y cuidado que a las anteriores. Destapa el envoltorio siempre de la misma forma, cogiendo con delicadeza los extremos, y en el mismo orden. No sé si tiene miedo de que se rompan, de mancharse, o simplemente está teniendo un espacio de intimidad con el chocolate que yo también tendría.
Va despeinada. Tiene el pelo corto, negro, con algunas canas diseminadas por aquí y por allá, y con numerosas calvas. Lleva unas gruesas gafas de pasta, con gruesos cristales por los que miro a través de una esquinita y distorsionan lo que tiene delante.
Cuando se gira para coger otra vez la caja, puedo verle un poco el perfil. Tiene el bigote sin depilar, con un vello negro y espeso, y sobre él, una capa de mocos transparentes, viscosos y brillantes. ¡Ostras! ¿No se ha dado cuenta? ¿Se lo digo? ¡Si hombre!
Coge una cuarta barrita, con la que repite la operación de las dos anteriores. Joder, va a dejar a sus hijos sin barritas... Está gordita y viste una camiseta con un estampado imposible. Intento dejar de mirarla, me siento una voyeur grosera e impresentable, pero me atrae como un imán.
Cuando va por la sexta o séptima barrita, llego a la conclusión (¡lista yo!) de que las barritas no son para ningún hijo, sino para ella. Ya le he podido ver mejor la cara y es obvio que padece algún tipo de discapacidad. Está disfrutando de lo lindo churrepeteándose los dedos sucios. Se limpia los mocos con la manga de su camiseta imposible. Esa visión no me ayuda con mis pensamientos sobre la higiene del autobús...
Tras dos barritas más, guarda escrupulosamente la caja con las restantes en su bolso de monja. Se levanta para bajarse en la siguiente parada. Tiene un aspecto que seguramente provoca rechazo social en muchas personas, pero a ella no parece importarle. La miro mientras se baja y pienso que, en realidad, la discapacidad la tenemos el resto de las personas. Una discapacidad permanente para ser felices y disfrutar de las pequeñas cosas, como comer chocolate como si no hubiese mañana y limpiarse los mocos con la manga de una camiseta que no sigue la moda.
viernes, 13 de marzo de 2015
El Zumba, pa' las abejas
A cabezota no me gana nadie. Por algo el mote de mi abuelo era "coscorrón". Que nooo, que tú con tu enfermedad no puedes hacer Zuuumba, conténtate con el Tai Chi, camina, ve a la piscina... ya, ya, claro. Me lo dices tú, que puedes hacer de todo ¿no?
"Antes de", yo, aquí dónde me veis, iba al gym, y como las posesas, me pegaba las clases más intensas de cardio: spinning, aerobic, bodycombat, aquagym (para los que penséis que el aquagym es una mariconada, os invito a probarlo). "Después de", estuve meses y meses sin hacer ejercicio. Luego empecé a caminar: tuve fiebre. Luego empecé Tai Chi: no fue mal del todo. Llevo un año moviéndome cuál hoja que lleva el viento, hago la boca del tigre, acaricio la crin del caballo, echo raíces y rechazo al mono (pobre mono, que no me ha hecho nada). Hago vida social en el intermedio de clase con un grupo cuya media de edad es de 70 años; escucho pacientemente todas sus dolencias, cómo ponerse y quitarse correctamente la dentadura, y por qué sus hijos no van a visitarlos, mientras pienso ¿qué hago aquí?
Y una vocecita interior me repite constantemente Zuuumbaaa, Zuuumbaaa. Así que, el otro día probé una clase de Zumba. Lo siento, os tengo que contar la experiencia...
Aproximadamente 20 chicas. Ni rastro del sexo masculino. ¡Bien! Con hacer el ridículo delante de mis congéneres ya tengo bastante.
Empieza la clase; yo, previamente, ya le he explicado a la monitora que puede que no aguante ni tres minutos seguidos, así que, tranquila; venga, tú puedes.
Siempre me ha encantado bailar. De adolescente era de las que entraba a la pista a las seis de la tarde y no me movía de allí (salvo para ir al baño) hasta las diez, cuando me tenía que ir (en mi época era raro que te dejaran salir por la noche, así que las sesiones eran en el horario que ahora hacen las light sin alcohol para niños de 12 años... ¡qué triste!). Así que pienso: no tiene que ser tan difícil...
Empieza la música, ¡guay! El reggeaton y derivados, lo siento, pero a mí me molan. Para filosofar, no. Para bailar, sí. Poco a poco, Yolanda, a tu ritmo... no fuerces...
Voy perdida; lógicamente no me sé ni un paso. Algunas lobas luchan por los primeros puestos de las filas... ¡pero si a mí me da igual! sólo quiero ver los pies de la monitora... La monitora. Está buenísima, la cabrona. ¡Que lo que menos te apetece mirarle son los pies! Doble camiseta sexyquetecagas, alta, guapa, tipazo... suda, y hasta su sudor es perfecto: brillante, inodoro, cada gota en su sitio. Se mueve poseída por el ritmo, con una sonrisa perfecta que no se le cae de la boca. Encima, es simpática, amable y atenta con mi situación, sabe motivar a la clase y no parece que se lo tenga nada creído. ¡Un asco de tía, vaya! jajajaja... Anoto en algún rincón de mi mente no presentársela nunca a J.
La clase va cogiendo subidón. Hay algunas chicas/señoras latinas que juegan con ventaja, porque cuando nacieron ya les tocó el gen ritmocaliente en el reparto. Yo ahí: espera, ¿ahora no era la derecha? voy, voy... ¿pero ese pie ha tocado el suelo? oyeee, ¿¿eso es físicamente posible??
Pero yo, en mis trece. Venga, va, ¡¡uuuuuuuuhhhhh, dale, dale!! Hay una señora que debe rondar los 60 más que los 50, que tiene una marcha la tía, impresionante. Baila las rumbas con Peret dentro.
Mi amiga A, otra cabrona de campeonato. Impoluta. No se le mueve ni un rizo. El carmín, intacto. Ni una gota de sudor, que digo yo, que debe sudar hacia dentro, porque la tía no para. Se sabe todas las coreos...
- ¿Qué tal Yolanda, cómo vas? (en una minipausa)
Espera que me hagan la transfusión de oxígeno y te contesto...
Me miro en el espejo. ¿¿Por qué tendrán que poner espejos en esas salas?? Jodeeerrr... La cara como un pimiento morrón. La camiseta, pegada al cuerpo orondo y lirondo. El pelo, como recién salido de la piscina, pero pegado a la cara y la cabeza, a lo Iñaki Anasagasti.
De repente soy consciente que no sólo hay espejos, sino que dos de las paredes de la sala son de cristal transparente (sin pegatinas, ni opacidades, ni ná de ná): uno que da a la sala de fitness y el otro, al pasillo, a las puertas de los vestuarios. Naaadaaa, en un sitio escondidito, sin apenas tránsito de gente... Por Dios, ¡qué vergüenza!
Observo a mis compañeras. Todas flacas, estilosas, estupendas. Bueno, menos las latinas, que están un poquito entradas en carnes, pero es que ese gen también va con ellas. Hasta mi amiga I, recién operada del pecho, sigue las coreos y los pasos con la dignidad de una reina. Soy la oveja negra, la cagarruta en la nieve, el punto de la "i", el grito en la biblioteca, la Bridget Jones disfrazada de conejita de Play Boy...
Cierra los ojos... ¡no, qué me mareo! pfffff... ¡no puedo! Giro a la izquierda, cuando es a la derecha; me estoy agachando, y ya se han levantado y dado dos saltos; subo un brazo y era hacia el lado...
Bebo agua. Bebo agua. Bebo agua. Beboagua, beboagua, beboagua...
Arrrggg... ¡mis pulmones están a punto de explotar! ¡Disfrutad, chicas! ¡¡vengaaa, vosotras solaaas!! dice la monitora... ¿disfrutad? ¿solas? perdona, pero esas dos palabras juntas sólo me hacen pensar en la masturbación, y no tengo yo ahora el chichi para farolillos (con perdón).
Era mi segunda clase de Zumba. La primera fue igual, con la diferencia de que había un señor, igual de bajito y gordito que yo; igual o más perdido que yo (que el pobre debía pensar ¿qué coño hago yo aquí, entre todas estas lobas que no paran de hablar de Grey mientras se acarician el cuerpo p'arriba y p'abajo?); y también porque vino a dar parte de la clase un bebé, más gay que una mezcla de Boris Izaguirre y Fidel, de la serie Aída, que estaba en prácticas, ¡angelito, él! Más verde que un guisante, vino sin batería en el móvil, dónde tenía la música... en fin, que le faltaban dos hervores, en más de un sentido. Ahora, eso sí, el tío se movía que-te-ca-gassss y nosotras nos echamos unas risassss... pobrecito.
En fin. Que después de dos clases dónde me he divertido tanto como me he asfixiado, una cena cancelada por inmovilidad supina, décimas de fiebre, dolores musculares parecidos a una sesión de acupuntura hecha por Serafín Zubiri, y la necesidad de dos días enteros para recuperarme de una mísera hora de placer agridulce, he llegado a la conclusión de que no puedo hacer Zumba. Ni se te ocurra decir, yatelodije.
El Tai Chi ya lo he descartado. La piscina me aburre y, además, no me atrevo a arriesgarme con el cloro, no sea que despertemos al monstruo dormido... No sé si probar con el ganchillo, a ver qué tal. Mi madre es toda una experta; a lo mejor, yo llevo ese gen de serie.
"Antes de", yo, aquí dónde me veis, iba al gym, y como las posesas, me pegaba las clases más intensas de cardio: spinning, aerobic, bodycombat, aquagym (para los que penséis que el aquagym es una mariconada, os invito a probarlo). "Después de", estuve meses y meses sin hacer ejercicio. Luego empecé a caminar: tuve fiebre. Luego empecé Tai Chi: no fue mal del todo. Llevo un año moviéndome cuál hoja que lleva el viento, hago la boca del tigre, acaricio la crin del caballo, echo raíces y rechazo al mono (pobre mono, que no me ha hecho nada). Hago vida social en el intermedio de clase con un grupo cuya media de edad es de 70 años; escucho pacientemente todas sus dolencias, cómo ponerse y quitarse correctamente la dentadura, y por qué sus hijos no van a visitarlos, mientras pienso ¿qué hago aquí?
Y una vocecita interior me repite constantemente Zuuumbaaa, Zuuumbaaa. Así que, el otro día probé una clase de Zumba. Lo siento, os tengo que contar la experiencia...
Aproximadamente 20 chicas. Ni rastro del sexo masculino. ¡Bien! Con hacer el ridículo delante de mis congéneres ya tengo bastante.
Empieza la clase; yo, previamente, ya le he explicado a la monitora que puede que no aguante ni tres minutos seguidos, así que, tranquila; venga, tú puedes.
Siempre me ha encantado bailar. De adolescente era de las que entraba a la pista a las seis de la tarde y no me movía de allí (salvo para ir al baño) hasta las diez, cuando me tenía que ir (en mi época era raro que te dejaran salir por la noche, así que las sesiones eran en el horario que ahora hacen las light sin alcohol para niños de 12 años... ¡qué triste!). Así que pienso: no tiene que ser tan difícil...
Empieza la música, ¡guay! El reggeaton y derivados, lo siento, pero a mí me molan. Para filosofar, no. Para bailar, sí. Poco a poco, Yolanda, a tu ritmo... no fuerces...
Voy perdida; lógicamente no me sé ni un paso. Algunas lobas luchan por los primeros puestos de las filas... ¡pero si a mí me da igual! sólo quiero ver los pies de la monitora... La monitora. Está buenísima, la cabrona. ¡Que lo que menos te apetece mirarle son los pies! Doble camiseta sexyquetecagas, alta, guapa, tipazo... suda, y hasta su sudor es perfecto: brillante, inodoro, cada gota en su sitio. Se mueve poseída por el ritmo, con una sonrisa perfecta que no se le cae de la boca. Encima, es simpática, amable y atenta con mi situación, sabe motivar a la clase y no parece que se lo tenga nada creído. ¡Un asco de tía, vaya! jajajaja... Anoto en algún rincón de mi mente no presentársela nunca a J.
La clase va cogiendo subidón. Hay algunas chicas/señoras latinas que juegan con ventaja, porque cuando nacieron ya les tocó el gen ritmocaliente en el reparto. Yo ahí: espera, ¿ahora no era la derecha? voy, voy... ¿pero ese pie ha tocado el suelo? oyeee, ¿¿eso es físicamente posible??
Pero yo, en mis trece. Venga, va, ¡¡uuuuuuuuhhhhh, dale, dale!! Hay una señora que debe rondar los 60 más que los 50, que tiene una marcha la tía, impresionante. Baila las rumbas con Peret dentro.
Mi amiga A, otra cabrona de campeonato. Impoluta. No se le mueve ni un rizo. El carmín, intacto. Ni una gota de sudor, que digo yo, que debe sudar hacia dentro, porque la tía no para. Se sabe todas las coreos...
- ¿Qué tal Yolanda, cómo vas? (en una minipausa)
Espera que me hagan la transfusión de oxígeno y te contesto...
Me miro en el espejo. ¿¿Por qué tendrán que poner espejos en esas salas?? Jodeeerrr... La cara como un pimiento morrón. La camiseta, pegada al cuerpo orondo y lirondo. El pelo, como recién salido de la piscina, pero pegado a la cara y la cabeza, a lo Iñaki Anasagasti.
De repente soy consciente que no sólo hay espejos, sino que dos de las paredes de la sala son de cristal transparente (sin pegatinas, ni opacidades, ni ná de ná): uno que da a la sala de fitness y el otro, al pasillo, a las puertas de los vestuarios. Naaadaaa, en un sitio escondidito, sin apenas tránsito de gente... Por Dios, ¡qué vergüenza!
Observo a mis compañeras. Todas flacas, estilosas, estupendas. Bueno, menos las latinas, que están un poquito entradas en carnes, pero es que ese gen también va con ellas. Hasta mi amiga I, recién operada del pecho, sigue las coreos y los pasos con la dignidad de una reina. Soy la oveja negra, la cagarruta en la nieve, el punto de la "i", el grito en la biblioteca, la Bridget Jones disfrazada de conejita de Play Boy...
Cierra los ojos... ¡no, qué me mareo! pfffff... ¡no puedo! Giro a la izquierda, cuando es a la derecha; me estoy agachando, y ya se han levantado y dado dos saltos; subo un brazo y era hacia el lado...
Bebo agua. Bebo agua. Bebo agua. Beboagua, beboagua, beboagua...
Arrrggg... ¡mis pulmones están a punto de explotar! ¡Disfrutad, chicas! ¡¡vengaaa, vosotras solaaas!! dice la monitora... ¿disfrutad? ¿solas? perdona, pero esas dos palabras juntas sólo me hacen pensar en la masturbación, y no tengo yo ahora el chichi para farolillos (con perdón).
Era mi segunda clase de Zumba. La primera fue igual, con la diferencia de que había un señor, igual de bajito y gordito que yo; igual o más perdido que yo (que el pobre debía pensar ¿qué coño hago yo aquí, entre todas estas lobas que no paran de hablar de Grey mientras se acarician el cuerpo p'arriba y p'abajo?); y también porque vino a dar parte de la clase un bebé, más gay que una mezcla de Boris Izaguirre y Fidel, de la serie Aída, que estaba en prácticas, ¡angelito, él! Más verde que un guisante, vino sin batería en el móvil, dónde tenía la música... en fin, que le faltaban dos hervores, en más de un sentido. Ahora, eso sí, el tío se movía que-te-ca-gassss y nosotras nos echamos unas risassss... pobrecito.
En fin. Que después de dos clases dónde me he divertido tanto como me he asfixiado, una cena cancelada por inmovilidad supina, décimas de fiebre, dolores musculares parecidos a una sesión de acupuntura hecha por Serafín Zubiri, y la necesidad de dos días enteros para recuperarme de una mísera hora de placer agridulce, he llegado a la conclusión de que no puedo hacer Zumba. Ni se te ocurra decir, yatelodije.
El Tai Chi ya lo he descartado. La piscina me aburre y, además, no me atrevo a arriesgarme con el cloro, no sea que despertemos al monstruo dormido... No sé si probar con el ganchillo, a ver qué tal. Mi madre es toda una experta; a lo mejor, yo llevo ese gen de serie.
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