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domingo, 27 de noviembre de 2016

El día que secuestré el autobús


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Imagino que muchos de vosotros habréis visto la peli "Un día de furia", protagonizada por Michael Douglas. ¿No? Bueno, pues esa película trata de cómo una persona, a priori totalmente normal, puede, en circunstancias determinadas, perder un día la cabeza y hacer barbaridades. Pues eso es lo que me pasó a mí hace unos años. Y hoy os lo quiero contar. Para que sepáis que la eximente por enajenación mental transitoria está plenamente justificada!! :-)

Hace unos tres o cuatro años, el servicio de autobús con el que cada día voy desde mi pueblo a Barcelona a trabajar era deplorable. Retrasos, subir a autobuses con goteras y mojarte cuando llovía, que se estropearan día sí, día también, ir de pie en un trayecto de 30 km. por autopista... sí, sí, de pie, a lo jarrai. Lo peor de todo, sin embargo, era que, en algunos autobuses se podía ir de pie y en otros no (la diferencia aún no la sé), y cuando venía uno de los que no, si estaba completo, te quedabas en tierra, a esperar al siguiente, que pasaba a la media hora o los tres cuartos. Eso significaba, muchas veces, llegar tarde al trabajo o de vuelta a casa. Ahora no es que sea mucho mejor, pero al menos hay que reconocer que ha mejorado un poco. Y aunque sea inmodesto, creo que el inicio de esa mejora empezó el día que secuestré el autobús.

Es viernes, las tres de la tarde. He tenido lo que viene siendo un día de mierda en el trabajo. Mejor dicho, una semana de mierda. Me dispongo a volver a casa. Sin comer aún. Tengo el tiempo justo para llegar a recoger a mi hija del colegio y luego, ya si eso, comer lo que pille en la nevera. Hace calor. En la parada del bus, la segunda del recorrido, hay una cola interminable. Yo estoy hacia el final. El bus viene con retraso. Llevamos semanas en las que muchos usuarios nos hemos quedado varias veces sin subir al autobús porque viene lleno. Alguien hace un comentario en voz alta...

- ya verás como hoy viene otra vez el bus pequeño y nos quedamos en tierra...
- pues como hoy me quede en tierra, la lío... - digo yo.

La lío. Sólo dos palabras. Y la que liaron.

Llega el autobús. La cola avanza lentamente. En mi cabeza suena como me quede en tierra, la lío... Justo cuando va a subir la chica que va delante mío, el conductor dice que ya, que se acabó. Oigo el clic en mi cerebro. Aparto a la chica y subo la escalera. El conductor me pide que me baje, que el bus está completo. Y mi boca, que ha cobrado vida propia, pronuncia:

- ¡Pues no me pienso bajar! ¡Ya estoy harta! ¡De aquí no me muevo hasta que no me bajen los Mossos! (es la policía autonómica de Catalunya)

¿He dicho yo eso? Pues sí. Me tiemblan las piernas, las manos, la voz... El conductor me lo vuelve a pedir, y le digo que no, que ya estoy harta de quedarme en tierra, que me deje subir, que llame a la empresa, a la policía o a quién le dé la gana, pero que yo no me bajo de ahí... Algunos viajeros empiezan a increparme. Me dicen que me baje, que ellos no tienen la culpa, que me entienden, pero que tienen cosas que hacer... ¡toma! ¿¿y yo no?? Mi hija me espera y no habrá nadie para recogerla a la salida del cole.

El conductor coge el móvil y llama a la empresa para informar de la situación y llama también a los Mossos. Yo llamo a J...

- estooo, puede que hoy me tengas que venir a buscar al cuartelillo...
-¿cómo? ¿qué ha pasado?
- oh, nada... que no me han dejado subir al autobús y la he líado... no me quiero bajar y va a venir la policía... ¿puedes llegar tú a recoger a I?


Todo de lo más normal. En mi cabeza se repite el mantra ahora no puedo echarme atrás, ahora no puedo echarme atrás. La gente que está en la parada del bus me mira con cara de efectivamente se ha vuelto loca. Por suerte, la chica que estaba delante mío en la cola, a la que he apartado cuál Maru en las rebajas en busca de un abrigo, se ha sumado tímidamente a mi locura, ha subido un peldaño de la escalera y ha dicho ¡yo tampoco me bajo!

En el bus la cosa se está poniendo calentita... Una chica se baja apresurada diciendo que se va a buscar el tren. Un señor, sentado en la tercera fila, se pone de pie, doblada la cintura sobre el asiento delantero, que me da la sensación que en cualquier momento se va a abalanzar a mí como un Tiranosauro Rex y me va a engullir... y empieza a abroncarme ya en serio. A pleno grito, él firme, yo voz temblorosa, mantenemos más o menos esta conversación:

- a ver, señora, que yo la entiendo, ¡pero haciendo esto pierde toda la razón!
- ¡uy! ¿pues no me ha llamado 'señora'? mal vamos, tío... - pues puede ser, pero es que ya no sé qué más hacer, ¡estoy harta!
- ¡pues haga una queja!
- ¡ya he hecho un montón y no me contestan ni me hacen caso!
- ¡pues ponga una reclamación!
- oiga, ya le estoy diciendo que he llamado por teléfono, escrito correos, rellenado hojas de reclamaciones... y nada ¡ni caso!  - aseguro que es cierto, varias quejas por cada vía sin recibir respuesta.
- ¿y a mí que me cuenta? ¡Usted me está secuestrando! - dedo índice amenazador, Rex en plena acción
- otra señora - todos tenemos cosas que hacer... ¡yo tengo que ir al médico!
- ¡y yo, señora! Yo tengo que ir a recoger a mi hija, y tampoco llego... y por la mañana llego tarde al trabajo... yo pago billete igual que ustedes, y siempre me quedo en tierra porque tengo la desgracia de subir en la segunda parada... ¿qué pasa, que hay viajeros de primera y viajeros de segunda o qué?
- ¡pues vaya a coger el bus a la primera parada, como nosotros!
- oiga, ¿pero usted qué se cree, que vengo de compras o qué? Salgo de trabajar y me da el tiempo justo para llegar a esta parada...
- le vuelvo a decir que tiene razón, ¡¡pero que así no se hacen las cosas!! ¡Me está usted reteniendo contra mi voluntad!
madredelamorhermoso, si es que tiene razón... Ay Dios mío, que esta noche duermo en el calabozo... Le digo al conductor que no es nada personal...

A estas alturas de la conversación, no sé si os habéis dado cuenta de que, en el fragor de la batalla, y con los nervios que tengo, ni siquiera me doy cuenta de que podría haber subido al bus y sentarme en el lugar de la chica que se ha bajado para ir a coger el tren... eso si no me hubieran lapidado antes, claro.

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Pero yo no veo más allá de mis narices. Y no oigo nada más que mi mantra doble:

- ahora no puedes echarte atrás...
- madre mía Yolanda, la que has líao...

Llevamos ya más de veinte minutos parados en una rotonda, colapsando el tráfico y la vida de unas cuarenta personas. Cuando pienso que Rex va a salir en cualquier momento de su guarida para tirárseme encima, veo que, desde el fondo del bus, avanza por el pasillo un señor mayor, alto, a grandes zancadas... viene con cara de pocos amigos y, cuando está llegando a la puerta, precede su cuerpo con un dedo índice amenazador, ¡este es primo del Tiranosaurus Rex!... Se planta a unos diez centímetros de mi cara... ¡Hostia! ¡Que este me pega!

- ¡¿Sabes qué?!... ¡¿Sabes qué?!
- ¡¡¿Qué?!!
- ¡¡Qué ole tus cojones!! ¡Que muy bien! ¡Ya está bien de que nos tomen el pelo! ¡Te aplaudo! - y se da la vuelta y se va.
- Ah... - joder, ¡¿y no me lo puede decir de otra forma?! - gra... gracias...

Total, que con la tontería y el tira y afloja, ya han pasado casi tres cuartos de hora. Y la policía llega. Una pareja vestida de paisano, como en las pelis... La chica sube la escalera del autobús y pregunta qué pasa. El conductor y yo se lo explicamos y me pide que me baje. Le digo que no quiero, en realidad estoy muerta de miedo, ¡madremía dónde me he metido!  Me lo vuelve a pedir un par o tres de veces, de manera tan sugerente, que le digo...

- si no me bajo por las buenas, me vas a bajar por las malas, ¿no?
- sí

Así que, obviamente, me bajo. El autobús se va. Siento las miradas de los pasajeros clavadas en mi espalda, haciéndome vudú mental. Pero al menos sé que algunos están de mi parte. Lo peor es que, en este tipo de buses interurbanos, siempre vamos más o menos la misma gente... ¡¿con qué cara me subo yo mañana al autobús?!  Eso, suponiendo, claro, que no me lleven al trullo... La poli habla conmigo mientras el chico habla con la pobre ilusa que decidió secundarme. Me pregunta el nombre. Y me derrumbo... ya está, ahora me filia... y me lleva detenida... ¡si es que he secuestrado un autobús! Me pongo a llorar como una niña, pura adrenalina saliendo por mis poros...

Afortunadamente todo acaba bien. La poli buena me hace una reflexión: ¿tú crees que al dueño de la empresa le importa una mierda si te subes o no al autobús? ¿Crees que él viaja en transporte público o que va con su Audi o con su BMW? Tienes que tomártelo de otra manera o buscar una alternativa para venir a trabajar... esto tiene dificil solución...

Y se despide. Simplemente sabiendo que me llamo Yolanda. A los cinco minutos viene el siguiente autobús. Por lo menos he pasado el tiempo de espera entretenida... jajajaja...

PD. me considero una persona mentalmente equilibrada... aunque, bien pensado, eso es lo que dicen todos los desequilibrados... ;-)

lunes, 7 de noviembre de 2016

Los psicólogos no damos en cámara

Resultado de imagen de psicologia


Hay un tema que siempre me ha llamado la atención, y es cómo aparecemos los psicólogos en las películas o series de televisión. Con honrosas y escasísimas excepciones, acostumbra a ser un personaje ridículo y, por supuesto, incompetente. Me pregunto si es la pequeña venganza de guionistas con muchos problemas personales que llegaron a odiar a sus terapeutas.

No sé... no os voy a hacer aquí una revisión exhaustiva, pero, por ejemplo, el personaje de Judith Becker, en la popular serie La que se avecina. Esta psicóloga no sólo incumple todos y cada uno de los códigos éticos y deontológicos de la profesión, sino que ¡¡yo creo que transgrede hasta los que no se nos ha ocurrido prohibir!! Atiende a vecinos, amigos y conocidos en el salón de su casa, se acuesta con los pacientes, se salta constantemente el secreto profesional, miente, manipula o da consejos en beneficio propio o de terceros, a veces no cobra las visitas... eso por no hablar de su personalidad: altamente inestable, dependiente, inmadura, con baja autoestima, voluble, promiscua (eso, en realidad, daría igual :-) )... Si os apetece ver un interesante reportaje en el que la propia Cristina Castaño analiza su personaje, aquí os dejo el enlace. Y que conste que, como espectadora, tanto la serie como el personaje  me encantan, me parecen muy divertidas.

Pero, como psicóloga, es algo que me molesta. Porque proyecta una imagen muy distorsionada y negativa de la profesión. La gente, en general, tiene mucha "culturilla" psicológica y mucha incultura del psicólogo. Voy a tratar de explicarme.

En cuanto al primer aspecto, lo que quiero decir es que, la psicología, al tratar de comprender al ser humano, se humaniza, se generaliza, se diluye y se vulgariza. Todo el mundo "entiende de psicología": a ti lo que te pasa es que... lo que deberías hacer es... este está deprimido... esta está loca...  Se habla con ligereza y sin conocimiento de los problemas psicológicos, ya ni decir de algunos profesionales que trabajan de cara al público, léase peluqueros, esteticistas, camareros... que te sueltan aquello de: es que yo, por mi trabajo, tengo mucha psicología... que no dudo, ni por un momento, que han desarrollado al máximo sus competencias en habilidades sociales, que saben cómo tratar a la gente y que aprenden a identificar determinados rasgos de personalidad y cómo gestionarlos... que además, estoy segurísima de que ayudan a muchos y muchas clientes, hasta el punto de mejorar su estado de ánimo o darles buenos (o bienintencionados) consejos... pero, de ahí, a decir que saben mucho de psicología, hay un abismo. Y entiendo que esto pase, vuelvo a reiterar, porque tratamos de entender al ser humano, y como, en definitiva, el que habla también lo es, se identifica. Sólo hay que fijarse que también hablamos muy a la ligera, por ejemplo, de medicina (de la general), cuando nunca se nos ocurriría darle a nadie un consejo u orientación sobre cómo construir un puente, sacar una muela o diseñar un coche, a menos que seas especialista en esos campos.

Y sin embargo, la gente sabe muy poco de lo que es en realidad la psicología o lo que hace un psicólogo. Mucha gente desconoce, por ejemplo, que es una ciencia. Aunque no exacta como las matemáticas, obviamente, sus postulados se basan en estudios científicos realizados con el máximo rigor que permite la variabilidad humana, que no somos máquinas, y por eso en psicología siempre se habla de porcentajes, probabilidades y estadísticas: ha quedado demostrado que el 95 % de las personas que piensan x, tienen este trastorno o problema. Ah, ¿y si yo soy del otro 5%, te equivocas en el diagnóstico? Pues puede que sí. Como la medicina. Así mismo, mucha gente piensa que ir al psicólogo es ir a contarle a un desconocido todos tus problemas y preocupaciones, y que éste te va a escuchar y te va a dar consejos o te va a decir cómo tienes que resolverlos o qué decisión debes tomar. Total, como un amigo, pero cobrando. Y no barato, precisamente. Pues no. Tampoco llevamos bata blanca (salvo algunos a los que los obligan en hospitales) ni recetamos medicación. Y tampoco sabemos cómo eres o lo que te va a pasar con sólo mirarte a los ojos o mantener una conversación contigo.

Y luego hay otro factor que afecta a ambas cosas y que nos hace un flaco favor: charlatanes e incompetentes, haberlos, hay los. Los primeros, los intrusistas, son gente que se hace pasar por psicólogo, de manera directa o indirecta: los autollamados terapeutas (no se sabe bien de qué), tarotistas, maestros, orientadores, sanadores y un largo etcétera. Que hay mucha gente a la que le funciona, sí. Que utilizan algunas técnicas psicológicas, sí. Pero que hay muchos de ellos que carecen de formación, y a veces, de escrúpulos, y que muchas veces hacen más bien que mal, también, también. Los segundos, son licenciados en psicología, pero que, por diversos motivos, no ejercen correctamente la profesión. A veces por falta de formación y experiencia combinados con un excesivo ímpetu a la hora de aceptar casos. Otras veces, por incompetencia manifiesta. Tanto unos como otros, hacen un daño irreparable a la imagen del psicólogo.

Así que, desde este pequeño espacio en el mundo, quiero reivindicar mi profesión. El psicólogo es una persona en constante formación, y no sólo académico-teórica, sino en la esfera personal; es difícil ayudar  a otras personas si eres una persona emocionalmente desequilibrada o inestable. Nuestro objetivo principal es ayudar a que las personas conozcan, primero, y comprendan, después, qué dificultades tienen (sean trastornos o no) para desarrollarse en el mundo, consigo mismo y en la relación con otras personas, para, posteriormente, acompañarlas y guiarlas, con técnicas y estrategias de las cuáles se ha demostrado su eficacia (que no consejos), para que mejoren esas competencias, cambien su comportamiento, solucionen sus problemas o remitan o estabilicen sus síntomas. Es una profesión de gran responsabilidad y, como todas las que reúnen esta característica, suele estar mal pagada.

Por último deciros que, más allá de la imagen del psicólogo sentado detrás del diván, tomando notas en silencio, y de las láminas del Test de Rorschach, podéis encontrar profesionales de la psicología en multitud de ámbitos diferentes a la obvia práctica clínica: por ejemplo, la evaluación forense (periciales) para determinar si un detenido estaba en sus facultades mentales cuando cometió un delito, qué secuelas psicológicas presenta una víctima, la fiabilidad de un testimonio, la mejor opción de guarda y custodia para unos menores, si hay que incapacitar civilmente a una persona, si un empleado es víctima de acoso laboral...; el psicólogo de prisiones, que evalúa a los internos, valora si están preparados para salir de permiso, les aplican tratamientos de rehabilitación, etc.; el psicólogo en la policía, que selecciona y forma a los miembros del cuerpo, contribuye a resolver casos complejos, mejora la organización...; el psicólogo deportivo, que evalúa y potencia los factores y competencias psicológicas asociados al rendimiento en el deporte, la cohesión de equipo...; el psicólogo en una escuela, que detecta y trata las dificultades que pueden presentar los niños para aprender, a nivel emocional, familiar, social...; el psicólogo en el ámbito de servicios sociales, que se encarga de detectar dificultades y situaciones de riesgo en las familias y trabajar con ellas para mejorarlas, y sus compañeros, los psicólogos de protección de menores, quiénes evalúan hasta que punto está un menor en riesgo y, si es necesario, decretan su desamparo y retirada de la familia; el neuropsicólogo, encargado de estudiar qué funciones hace cada parte de nuestro cerebro, tratar las disfunciones cerebrales...; el psicólogo de las organizaciones, que se encarga de trabajar en las empresas, para seleccionar candidatos, formarlos, mejorar los procesos...; el psicólogo de la publicidad, que hace estudios de mercado, colabora en el diseño de campañas de producto...; el psicólogo que hace reconocimientos de aptitud psicológica para obtener o renovar el carnet de conducir, una licencia de armas o para tener un perro de raza peligrosa; planeando sobre todos ellos, el psicólogo que se dedica a la investigación y el psicólogo docente, que enseña los resultados que halla el primero. Y otros ámbitos que seguro que me he olvidado.

Somos muchos y (en general) estamos sobradamente preparados. Respect.

viernes, 30 de septiembre de 2016

Romaventuras

Queridos Yollowers, este es un post largo de cojones. Se siente. En él os explico mi viaje a Roma del pasado junio y llevo escribiéndolo desde entonces (a ratos, ¿eh?), que, a este paso, cuando lo publique, será sobre las aventuras de los verdaderos romanos... jajajaja. Como consuelo, lo podéis leer por capítulos, ya que está dividido por días. Es una mezcla de mini guía turística para aquellos insensatos que aún no conocen Roma y un relato de las cosas que ya sabéis que suelen sucederme. ¡Que lo disfrutéis!


La previa

A veces hay que hacer caso de las señales que nos da la vida. En este caso, sólo faltaba que bajara el mismo Dios en persona (o en espíritu) a decirme nena, ¿qué no ves que no, que no tienes que hacer este viaje? Será que, como soy atea, debió pensar puestejodes. Porque es que, desde un principio, pintaba mal.

En enero, mi madre cumplió 75 años. A ella le encanta viajar, conocer sitios, hacer cosas... pero está casada con mi padre, al que, como buen cáncer, le encanta su casa, su tele y su sofá. Así que, en el seno de un patriarcado de los de antes, lo más lejos que han llegado ha sido a Mallorca. De hecho, en verano de 1998, mi padre debió sufrir un brote de fiebre malaria y se dejó convencer por un amigo para hacer un viaje a Alemania, en plan parejas, pero, días antes de salir, fue cuando mi madre tuvo su primer y gravísimo infarto. Así que, sí, empezó un viaje, pero con otro destino, del que nos costó un mundo hacerla regresar. Desde entonces está cada vez más delicada de salud y en el último año está cuesta abajo y sin frenos. Así que me entró la vena hija y le propuse a mi padre regalarle un viaje a Roma para las dos. Dijo que sí, pero que él también quería venir, que si vas tuuuu...  Con dos cojones, papá.

Así que el viaje madre-hija se convirtió en un viaje para tres. La perspectiva para mí no era muy halagüeña, tenía mis dudas de poder sobrevivir a un viaje de casi una semana con mis padres. No me malinterpretéis: los quiero mucho, me preocupo por ellos y los cuido todo lo que puedo. Pero ellos en su casa y yo en la mía. A veces, el salto generacional es un abismo: otras necesidades, otras costumbres, otras rutinas, otros intereses... que nada tienen que ver con los míos. Pero bueno, yo, motivada a tope.

Internet manos a la obra. Busqué un apartamento, ya que pensé que para dos habitaciones de hotel, 6 días, tendríamos que vender un par de órganos cada uno, y como los tres los tenemos ya bastante cascados, no creo que nos dieran gran cosa. Siempre reservo por Booking, la verdad que estoy contenta con sus servicios y siempre me ha salido bien. Pero, claro, ¡cómo no! Yolanda tiene que innovar y probar cosas nuevas... ay, voy a mirar las páginas estas de Airbnb o Wimdu, que salen por la tele, seguro que son más baratos... 

Después de muchos, muchos días mirando, dándole vueltas, a ver en qué zona, mira este qué precio, etc. encuentro "EL" apartamento, en Wimdu: al lado de Termini (estación central), cinco habitaciones de lujo, cada una con su baño, jacuzzi, ducha de hidromasaje, un salón de ensueño, con amplios ventanales, mucha luz, una cocina de escándalo... que pensaba que en cualquier momento saldría ese modelo que corre por Internet que te prepara la ensalada en pelotas (en ese caso, dejaría aquí a mis padres, claro)... precio: 5 noches, 759 €.  Que es que también hay que ser tonta para creerte eso. Total, que, con la mosca detrás de la oreja, contacto con la supuesta propietaria, Laura, monísima, italianísima (en la foto), que me contesta únicamente con un mensaje en inglés: "please contacte us in direcciondecorreo for discount". Cuando me manda tres veces el mismo mensaje, después de enviarle tres correos acribillándola a preguntas, tenía que haber hecho caso de la primera señal. Pues no. 

Escribo al correo... bueno, yo, mientras no tenga que pagar nada, pruebo a ver. Todo en inglés, me dice que necesita mis datos para hacer el contrato de alquiler, que el precio es correcto, y hasta me parece entender que iba a estar el chico en bolas esperándome. Contesto (no me pedía número de cuenta ni de tarjeta, ni nada) y, después de varios intercambios, ella siempre correos en inglés, mal redactados, sin saludo, ni despedida, ni ná de ná (señal número dos), llega uno, con todo el interface de Wimdu, que me dice que tengo que clicar un enlace para ya confirmar la reserva. Lo hago, me mete en la plataforma Wimdu con mi usuario y contraseña, relleno el formulario, pongo los datos de mi tarjeta (¡todo era tan normal!) y, cuando, después de unos diez minutos mirando fijamente el botón de "Aceptar", me decido a darle, casi como el emoticono del WhatsApp del monito con las manos en los ojos, me sale un mensaje que dice que en esos momentos no es posible realizar el pago con tarjeta, que por favor haga una transferencia a tal número de cuenta de tal banco, que por cierto, era de la República Checa. Ay, Dios, que esta va a ser la tercera señal... 

Total que no, que está claro que era una estafa. Por si me quedaba alguna duda, el link de mi supuesta reserva me manda al mismo apartamento, pero que esta vez está situado en el Trastevere (se debe haber trasladado mágicamente), y es propiedad de la misma chica monísima e italianísima, pero que se llama Raffaella. ¡¡Y yo he introducido mis datos de la tarjeta de crédito!! Intento contactar con Wimdu, pero no tienen teléfono de atención al cliente, ¡genial!, sólo un formulario de esos que rellenas y no te contestan nunca (ya lo había hecho días antes preguntando si me podían dar referencias de la tal Laura) y un chat instantáneo, en el cuál, después de no sé cuántos intentos, me contesta Celina, por supuesto en inglés, que poco más o menos me viene a decir que soy tonta del culo y que me vaya a la policía a denunciar. Ya ya, ¿¿pero y la tarjeta??  No sabe, no contesta.

Así que nos vamos a los Mossos (la policía), mi marido, mi vergüenza y yo. Me dicen que como aún no se ha cometido ningún delito, no puedo denunciar nada y me aconsejaban dar de baja la tarjeta. Ay Yolandita, qué rápida y ágil has estado ¿eh, guapa? que te intentan estafar y no se te ocurre bloquear la tarjeta... Total, que llamo al banco y la doy de baja, la tarjeta con la que he hecho no sé cuántas compras, dónde me tienen que hacer unas devoluciones que no me podrán hacer, etc. La parte positiva es que al final no me hicieron ningún cargo y que me di cuenta a tiempo. Sólo imaginar llegar a Roma a las tantas de la noche y que el apartamento no existe, ¡¡con mis padres!! Me muero, vamos.

En fin. Después de la maravillosa experiencia con Wimdu (que, tócate los huevos, luego me mandan una encuesta para que les diga si estoy contenta con el servicio, ¡contentísima, vaya!), me vuelvo a mi Booking de toda la vida, y reservo un apartamento que esta vez sí que existe y está muy bien. Aquí os dejo el link por si a alguno le interesa. Está bien situado: a Termini, el Panteón, la Fontana di Trevi y el Coliseo se puede ir caminando sin problema; tiene también cerca el metro Barberini y varias paradas de autobús. Es tal cuál las fotos y está muy bien de precio. Transcurren las semanas y voy mirando para reservar los vuelos. No hay cosa que me dé más rabia que ver cómo van subiendo los precios del billete a medida que vas dando clics. Pero vamos, salvo eso, los reservo sin problema. 

Sin embargo, antes de salir, aún quedaban algunas sorpresas. En Semana Santa mi madre volvió a tener una angina de pecho (concretamente, tres en diez días), así que se quedó aún más debilitada. Esperamos casi hasta el último momento para decidir si hacíamos el viaje o no. Al final decidimos que sí, pero previendo que ella no aguantaría el ritmo de la pateada, se me ocurrió que podíamos alquilar una silla de ruedas para recorrer Roma. Así que, buscando por Internet, y con la inestimable ayuda del amigo de un amigo, encuentro una página web que os recomiendo si estáis en mi misma situación. Alquilo una silla de ruedas (normal), para cinco días (aunque el mínimo que te hacen contratar es de 15) por 35 €, con servicio de entrega y recogida del apartamento por 13 € más.

Pues nada, ya está todo preparado. O eso creía yo. Mi madre me tortura a cada rato: que qué tengo que echar en la maleta, que si puedo echar comida (OMG!), que si pasa algo por volar tal como tiene el corazón, que fíjate tu padre que no se quiere comprar ropa bonita para ir de viaje, con las camisas zarrapastrosas como las tiene, que qué nerviosa estoy... y yo mama, y yo. 

Además, cuando faltan unas tres semanas para viajar, medio en broma, medio en serio, mis padres le proponen a mi hija que se venga con nosotros. Milagrosamente, encuentro plaza en el mismo vuelo (os aseguro que no con un procedimiento sencillo), así que mi viaje madre-hija, que se convirtió en viaje-para-tres, se convirtió finalmente en viaje-para-cuatro. Ideal: una fatigosa crónica, dos septuagenarios con problemas importantes de salud y una niña de 10 años. Esto promete.


día 1: jueves

Salimos la tarde de la verbena de San Juan; este año no hay coca ni hogueras ni petardos. Escogí un vuelo por la tarde para no tener que pedirme más días de fiesta y, al mismo tiempo, llegar allí a dormir y así aprovechar el día siguiente desde bien temprano. Todo el trámite del aeropuerto es un espectáculo con mis padres, que no paran de preguntar, se quejan de todo lo que hay que caminar y no entienden, especialmente mi padre, porqué tienen que sacarse todas las cosas de los bolsillos y quitarse el cinturón, ¡buah! ¡menuda tontería! ¡que se me caen los pantalones!  En el puesto de control, como no podía ser de otra manera, pasan los dos a la vez por el arco detector de metales (mi padre sujetándose los pantalones), así que se pone a pitar y los hacen volver atrás y pasar por separado. Ante una orden aparentemente tan sencilla, se bloquean y vuelven a pasar juntos, para luego, habiendo retrocedido otra vez, quedarse quietos, sin pasar ninguno de los dos. Yo, que me había quedado la última, tengo que ir, en plan P3, diciéndoles lo que tienen que hacer. 

El policía, obviamente, ya nos ha fichado, y en cuanto pasamos los tres por el arco (de uno en uno), nos lleva aparte y nos pide que nos descalcemos y nos subamos a una especie de plataforma que tiene unos pies dibujados. Le pregunto por qué y se limita a mirarme como si le debiera dinero y a repetirme las instrucciones. Por un momento pienso que nos ha visto tan gordos que nos ha subido a una báscula para calcular que el avión no lleve exceso de peso. Míster Caradepocosamigos se acerca a nosotros con una especie de porra o bastón, no sé ni describirlo, en el que ha puesto, en un extremo, una cápsula de papel, y nos empieza a tocar con "eso" en diferentes partes del cuerpo. ¡Os podéis imaginar las caras de mis padres! Y mi hija, aterrorizada, ¡¿mama qué pasa?!  mamaquepasa, mamaquepasa, mamaquepasaaaa.... Alucinada, le pregunto qué hace, mientras él, impertérrito, sigue con su ritual. Sin mover un músculo de la cara, nos toca en el pelo, en los codos, la cintura, las rodillas, los tobillos... ¡Hostia, a ver si es que me está haciendo un reconocimiento de la fibromialgia!! Luego toca también los bolsos. What?!  Una cápsula nueva para cada persona. No entiendo nada y siento un millón de ojos clavados en nosotros. Finalmente, Caradepocosamigos nos dice que podemos proseguir. Quién sabe si no hemos sido una de sus fantasías sexuales.

Por lo demás, el vuelo transcurre con normalidad. Contra todo pronóstico, mis padres no la lían en el avión. Cuando llegamos a Roma ya son más de las diez de la noche, así que directamente cogemos un taxi hasta el apartamento. Que no os engañen, hay una tarifa oficial consensuada de 48 € desde Fiumicino, así que, si os piden más, es que son taxis piratas (la verdad es que para planear mi viaje me ha ido muy bien la página web que os dejo aquí, dónde te informan de aspectos muy prácticos). Después de que varios taxistas se peleen a gritos por cogernos, no entiendo por qué, ya que hay una cola de clientes que parece la del cuponazo, nos metemos en el coche de una chica de la cuál me pregunto dónde tendrá escondida la "L". Como me toca ir de copiloto, descubro la merecida fama de pésimos conductores y que no le importa en absoluto utilizar, en el sentido más amplio del término, el móvil mientras conduce. Aun así, llegamos sanos y salvos al apartamento y acabamos el día, antes de meternos en la cama, cenando queso y chorizo que mi madre, finalmente, ha puesto en la maleta, y con el primer y riquísimo helado italiano.


día 2: viernes

El primer día empieza con la logística. Nos traen la silla de ruedas (con retraso) y vamos al súper a comprar cuatro cosas para los desayunos y demás. Después, nos dirigimos a coger el metro con intención de ir hasta la Piazza del Popolo, y desde allí, ir bajando por la Via Corso y visitando varias cosas. Compro unos abonos de transporte para 72 horas, que te sirven para metro, autobús, tranvía, etc. y cuestan unos 18 € por persona. Cuando llegamos a la parada del metro, constato algo que ya sabía: Roma no es una ciudad adaptada para discapacitados. Encantadora, pero vieja, no tiene rampas, ni accesos, ni ascensores en prácticamente ningún sitio. Las calles son de adoquines y las aceras, estrechas, y si las hay, con bordillos y llenas de socavones. Empujar la silla con mi madre encima me supuso todo un entrenamiento de fitness y sumar puntos para el purgatorio (por los tacos que iba diciendo).

Cargando con la silla a cuestas, bajamos las escaleras y encontramos el andén, son sólo tres paradas. Cuando llega el tren, entro la primera con la silla de ruedas plegada y mi hija de la mano. A mi lado va mi madre y detrás, mi padre. De repente, oigo gritar a mi padre, y después, a mi madre. Suena el pito avisador de que se cierran las puertas pip pip pip pip... no sé qué es lo que pasa, pero veo salir a mi padre corriendo y gritando como alma que lleva el diablo. Así que, a la velocidad del rayo, cojo a mi madre, a mi hija y la silla de ruedas y nos bajamos del vagón. Las suelto a las tres en el andén al grito de ¡no os mováis de aquí!  y salgo corriendo (lo que puedo yo correr) detrás de mi padre. El andén es de esos laberínticos, que tiene varios accesos a un andén paralelo contiguo. Veo a mi padre entrar y salir por varios de ellos, mientras todo el mundo nos mira y yo soy incapaz de llegar a él. Finalmente, en una de esas intersecciones, lo alcanzo. Tiene la mirada desorbitada y la cara desencajada, como jamás lo he visto. Pura adrenalina, su cuerpo tiembla como una hoja... ¡me han robado! me dice.

Cuando consigo calmarlo, que me lleva mi tiempo, me explica que, al ir a subir al metro, una chica le ha metido la mano en el bolsillo (en el delantero, no os creáis) y le ha quitado la cartera, para salir huyendo. Me dice que la ha perseguido, pero que no la alcanzaba, y que un señor muy amable, que nos está mirando allí ahora mismo, la ha retenido con un abrazo de oso, y que mi padre ha llegado y le ha dado una hostia a la chiquilla. ¡¿Cómo?! Mi padre, que tiene las manos de hierro de trabajar toda la vida, ¡¡que te da una hostia con la mano abierta y te llega desde el nacimiento del pelo hasta el tobillo!!  

- Pero, papa, ¡¿cómo se te ocurre?!
- ¡Bien a gusto que me he quedao!
- ¿Y ahora qué? ¿Y dónde está? ¿Y has recuperado la cartera?
- Se ha ido... sí, aquí está la cartera...

Damos las gracias al placador y el pequeño grupo de mirones se dispersa. Caigo en la cuenta de que llevo enganchada a mi cintura, cual koala, a mi hija, que, desobedeciendo mis órdenes, se puso a perseguirme mientras corría. Está aterrorizada. Volvemos al andén e intentamos calmarnos. Tengo miedo de que a alguno de mis padres les dé un arrechucho (mi padre también está enfermo del corazón), pero, por suerte, no pasa nada.

Pasado el susto, subimos al metro y me tengo que pasar todo el trayecto tranquilizando a mi hija, diciéndole que esas cosas pasan y que, por suerte, todo ha quedado en una anécdota. Lo que no le digo es que esa anécdota nos podría haber metido en un buen lío: la pequeña ladrona, apenas una niña, era rumana, o sea, que probablemente trabaja para una banda organizada... ¿qué tal si, después de que mi padre le diera la hostia, aparece su chulo, jefe o cómo quiera que se llame? ¿qué tal si nos dan una paliza de muerte, o nos apuñalan o qué otros siete infiernos, como diría mi Tyrion? Observo a mis padres y pienso que es que van pidiendo a gritos que les roben, sólo les falta el cartel: “hola, róbame”. Me recuerdan a las películas de Paco Martínez Soria, ¡que sólo les falta la jaula con la gallina! Mi madre, bueno, todavía tiene un pase, si no fuera porque lleva la típica pamela de la turista. Pero mi padre... con sus pantalones cortos, la correa que le da vuelta y media hasta los riñones, una camisa de manga corta de rayas de colores horrorosos, alpargatas de yayo, gafas de sol de espejo que le van enormes, parece una mosca, y una gorra con publicidad de una empresa de construcción... pero ¿cómo no te van a robar, alma cándida? ¡¡Aún puedes dar gracias que no nos han pegado!! Con lo elegantes que son los italianos...

En fin, llegamos a la Piazza del Poppolo sin más incidentes. La vemos un poco a desgana; aún llevamos el susto en el cuerpo, y encima, han montado un enorme escenario en medio, con lo cual, queda toda deslucida. De ahí, bajamos caminando por la Via del Babuino hasta la Piazza Spagna, famosa por su gran escalinata, que ha servido de escenario de múltiples desfiles de moda y que está preciosa vestida de flores. En esta ocasión, nos la encontramos en obras, vallada e intransitable. Definitivamente, hoy no es nuestro día.

Ya se nos ha hecho la hora de comer y me enfrento con un inconveniente que nos iba a acompañar todo el viaje: a mi padre no le gusta ni la pasta ni las pizzas. Genial, si estuviéramos en Oslo. Así que, venga, a buscar un restaurante dónde no nos saquen un ojo de la cara y que tenga algo tipo menú. Hace un calor insoportable y los pocos sitios que encontramos, no tienen aire acondicionado. Finalmente, comemos en un sitio simplemente aceptable, tras una espera interminable, por un precio tirando a caro. A tener en cuenta: pedimos agua, y, si no lo especificas, te traen agua con gas por defecto.

Después de comer, estamos tan exhaustos que nos vamos al apartamento a descansar, de las emociones, del calor y del paseo. Intentamos coger un autobús, y un poco más y aparece Tom Cruise para cantarme chán-chán, chán-chán-chán-chán, chán-chán-chán-chán, chán-chán-chán chán... tiruriiiii tiruriiii tiruriiiii ¡tiro!... Efectivamente, lo habéis adivinado: Misión Imposible. Lo primero, deciros que aunque Roma tiene muchas líneas de autobús, el mapa es tan intrincado y complicado que yo creo que no lo conoce ni el propio dueño de la empresa. Además, siempre van a tope. Estamos más de media hora esperando que venga el que creo (¡creo!) que es el nuestro, en una parada abarrotada de gente. Cuando llega, viene que parece el de las típicas imágenes de un autobús de la India, así que, ni subir, ni muchísimo menos con la silla de ruedas. Por otra parte, mi hija no quiere ni oír hablar de volver a coger el metro, le aterroriza después de la experiencia de esta mañana (de hecho, le iba a durar días el miedo y la angustia). Así que optamos por coger un taxi, que a partir de entonces va a ser nuestro transporte habitual. A tomar por culo el dinero de los abonos.

El día, sin embargo, finaliza de forma muy agradable: damos un pequeño paseo hasta la Fontana di Trevi, ya al anochecer. Es una de las joyas de Roma, la fuente más grande y más bonita, espectacular, tanto de día como de noche, dónde la tradición dice que, si tiras una moneda al agua, significa que volverás a Roma. La única pega es que siempre, SIEMPRE, está atestada de gente, que para hacerte una foto tienes que imaginarte que eres Wally. 


Fontana di Trevi


Cenamos en una tasca típica cercana, de esas con los manteles de cuadritos rojos y blancos. Como curiosidad, nos entretenemos durante toda la cena escuchando la conversación entre una pareja española que, aunque sentados a unos metros de distancia, escuchamos perfectamente por la disposición en bóveda del sótano, como si nos estuviera hablando a nosotros. Hace poco que salen, porque se están revelando cosas del pasado, de la familia, de sus gustos... bueno, más bien es ella la que lo hace, no para de hablar como una cotorra, y le enseña constantemente fotos en el móvil al chico, que la mira con una cara de amiquemeimporta. Y es que ella le está hablando de su hermana, de que mira qué guapa estaba con este vestido, que si este día fui de boda y mira qué peinado me hice... Seguramente se trata de una escapada romántica, pero, por lo que a él respecta, le vaticinamos más escapada que romanticismo.

Charlando, nos damos cuenta de que no hemos tirado la moneda correctamente a la fuente: hay que hacerlo con la mano derecha, por encima del hombro izquierdo. Así que, cuando acabamos de cenar, volvemos a la fuente para subsanar el error. Cuenta la leyenda también, que si tiras una moneda, aseguras tu regreso a Roma, pero que si tiras dos, tendrás novio/a, y si tiras tres, te casarás. Wikipedia, sin embargo, cuenta que se recogen más de 3000 euros diarios de la fuente, así que supongo que al Ayuntamiento romano ¡¡le encantan las leyendas!!


día 3: sábado

El sábado es el cumpleaños de mi padre. Nuestro plan es visitar el Coliseo, del cuál he sacado las entradas online desde España para evitar colas y después, si las fuerzas nos acompañan, el Foro Romano y el Monte Palatino. La misma entrada te sirve para verlo todo y lo puedes hacer en dos días consecutivos. Pero mucho ojito con la compra por Internet, porque hay muchos enlaces que te llevan a agencias turísticas y otros menesteres, variando el precio y no sé yo si muy fiables. Yo preferí comprar directamente en la página oficial del Coliseo, sin intermediarios (aquí).

El Coliseo es, para mí, el plato fuerte de Roma. Es impresionante. Y no tanto por el edificio en sí, que también es digno de admirar, pero al fin y al cabo, es un montón de piedras ruinosas de color gris, sino por lo que significan esas piedras y la historia que se respira allí. Mirándolo, puedes imaginar muy fácilmente a los gladiadores y a los leones en la arena, las carreras de cuadrigas, a la gente jaleando en las gradas y a César sentado bajo el palco, rodeado de su séquito, y sediento de bajar el pulgar hacia abajo, tal como hemos visto en miles de películas. Si os fijáis en la siguiente foto, veréis el lugar dónde se sentaba César, a la derecha, ya en el margen de la imagen, en un palco (ahora derruido) justo delante de una cruz de hierro. Sin duda, es un sitio de esos que hay que visitar antes de morir.



El Coliseo


Como creo recordar que no hay acceso para minusválidos ni ascensor, le digo a mi madre que, como estamos a apenas 15 minutos caminando, vamos a prescindir de la silla. Craso error. Cuando salimos a la calle, son sólo las 9 de la mañana y nos abofetean unos tórridos 27 grados. A mi madre le cuesta un mundo llegar al Coliseo, tardamos algo más de tres cuartos de hora, mientras voy sufriendo porque, si se nos pasa el turno de entrada, la perdemos. Al final llegamos, la mujer al borde del colapso y apenas puede disfrutar la visita, quedándose sólo en el piso a ras de suelo. Hace un calor digno del Sahara y los visitantes nos vamos refrescando en las fuentes y mangueras que hay dispuestas por todo el recinto, yo, metiendo la cabeza entera. Me quedo otra vez con las ganas de poder bajar al foso. Hace un tiempo pusieron a la venta un tipo de entrada, con visita guiada, que te permite bajar al foso, donde encerraban a los cristianos y los leones, y también subir al tercer piso del circo (lo cual, aparte de que haya mejores vistas, no le veo mayor interés). Pero esa visita, que en español se hace sólo una vez al día, creo que a las 13 h, sólo se puede comprar en ventanilla, ni online ni por teléfono, y las dos veces que he ido, ya se había agotado. Bueno, como tiré una moneda a la Fontana di Trevi, quiere decir que tendré otra oportunidad de intentarlo :-). Cuando acabamos la visita, veo a una señora en silla de ruedas y entonces nos damos cuenta de que al fondo de un corredor hay un ascensor. Así que, si a alguien le ocurre, que sepa que puede visitarlo. Para mi madre ya era tarde.


Perspectiva del foso del Coliseo
  
Al salir del Coliseo ya es mediodía y el calor es francamente insoportable. Nos acercamos, francamente desganados, al Arco di Constantino, que está al lado. Después, buscamos un restaurante que me habían recomendado y nos ponemos todos de mal humor, porque mi madre apenas puede caminar, aunque está muy cerca, y el sol nos abrasa el cráneo, los brazos y las piernas. Finalmente, llegamos y lo cierto es que es un restaurante bastante bueno en cuanto a calidad-precio, es La Taberna dei Quaranta. La buena comida y el aire acondicionado atemperan nuestro mal humor y de allí, al apartamento a hacer una buena siesta, que nos la hemos ganado.

Una vez bien descansados, mi padre reconoce que el Coliseo le ha encantado, así que ha sido un buen regalo de cumpleaños. Duchados y aseados, vamos dando un paseo hasta el Panteón de Agripa, que es el edificio que mejor se conserva de la antigua Roma. La entrada es gratuita y vale la pena echar un vistazo a su impresionante cúpula, mayor que la de la Basílica de San Pedro (la mejor hora es a las 12 del mediodía, porque la luz del sol entra justo por el óculo y es precioso). Sin embargo, llegamos cuando faltan quince minutos para el cierre y ya no nos dejan entrar.

Estamos un rato en la concurrida Piazza de la Rotonda y después, seguimos trayecto hasta la Piazza Navona, mi preferida. Es una plaza grande, de forma rectangular, en la que hay tres fuentes distintas, cada una con una historia y justificación. La más bonita y grande es la central, la Fuente de los Cuatro Ríos, diseñada por Bernini. Por cierto, que hablando de fuentes, aprovecho para comentaros que Roma está plagada de fuentes públicas con un agua potable excelente, así que no vale la pena comprar agua embotellada, que te venden a precio de oro. Comprad un par y las vais rellenando de las fuentes.
















































Detalles de la Fuente de los Cuatro Ríos. A la derecha, la estatua que representa al río Orinoco. Mucha gente piensa que su gesto manifiesta el desagrado de Bernini por la iglesia de Santa Inés, diseñada por su rival Borromini. Pero no hay nada de cierto en esta leyenda urbana, pues la fuente fue construida antes que la iglesia (fotos mías; fuente: Wikipedia).




La Piazza Navona está rodeada de bares, terrazas y pequeños comercios y en uno de sus laterales se encuentra la iglesia de Santa Inés en Agonía (el nombre no es muy bonito, pero la iglesia, sí). En las callejuelas adyacentes, hay buenos sitios dónde cenar o tomar algo. En la plaza suele haber también artistas callejeros, pintores, mimos... Aunque ya anochece, sigue haciendo un calor infernal, así que, antes de cenar, nos vamos a tomar un helado a la mejor heladería del mundo mundial, que yo creo que vuelvo a Roma cada vez sólo por comer esos helados: se llama Frigidarium, y aparte de que los helados son naturales y muy ricos de sabor, la particularidad es que, por el mismo precio, (muy asequible, por cierto), te ponen nata, galletas, toppings o te lo recubren de chocolate caliente, blanco o negro, lo que hace que, al contacto con el frío helado, se forme una capa sólida tipo bombón. ¡Espectacular! No dejéis de ir.


Helados de Frigidarium

A mi hija, que es adicta al chocolate y a los helados por igual, se le abren los ojos como platos. Sin embargo, esta vez tampoco hago caso de las señales: dice que no se encuentra muy bien y no se acaba su helado; eso debió ponerme en alerta.


Al ladito mismo de la heladería, hay dos restaurantes que vale la pena visitar, aunque esta vez no puedo, primero porque están a tope, y segundo, por las exigencias alimenticias de mi padre. Pero, como he echado otra moneda a la Fontana di Trevi, volveré. Os los recomiendo si queréis comer pasta y pizza exquisitas y bien de precio, son La Montecarlo y Da Baffetto, aunque esta última parece que ha perdido un poco de fuelle, a juzgar por las opiniones de Trip Advisor. Nosotros, esta vez, cenamos en un sitio que, ni pena ni gloria, ni lo recuerdo. Después de cenar, volvemos a la Piazza Navona y mi hija se hace una de esas típicas caricaturas que, por cierto, aún tiene enrollada y olvidada en una estantería. El dibujante se enamora de ella y no para de decirle que, si fuera más mayor (ella, no él, que ya es bastante viejo), la pediría en matrimonio. Le entiendo perfectamente, al tiempo que deseo arrancarle uno a uno los pelos del bigote y retorcerle el intestino delgado, después de habérselo anudado a la aorta. Acabamos la noche sentados en uno de los bancos de la plaza, disfrutando de una temperatura agradable y de la observación de la gente.


día 4: domingo

El día empieza muy temprano, sobre las 5.30 h, cuando me despiertan las patadas y el sueño inquieto de mi hija. Tiene fiebre, bastante. Y parece que se siente mejor si se pega a mí como una lapa y entrelaza sus piernas con las mías. Ya no pego ojo, pero hago tiempo hasta que abran la farmacia, por si consigo dar suficiente pena para que me den los antibióticos sin receta. Seguro que tiene anginas, porque anoche se acostó diciendo que le dolía la garganta. Salimos a las nueve del apartamento y el sol ya cae de justicia. Cuando llego a la farmacia, está cerrada ¡¿cómo no?! Cojo un taxi, por suerte esta vez para uno pronto, y le pido que me lleve a un hospital.

- El Policlínico, me dice.

Y yo que sé, dónde tú digas.

- Es el principal de Roma.

Ah, perfecto. Me deja en la puerta de Urgencias de un hospital tercermundista, dónde en el mismo vestíbulo te hacen el triaje a puerta abierta. Me atiende una chica vestida de azul que me explica que tengo que ir a urgencias pediátricas y me indica cómo llegar. Supuestamente. Porque aquello es una macrociudad. Entramos en un edificio contiguo que parece salido de una peli de terror, oscuro, desvencijado, una única vieja sentada en una silla de plástico, que me da miedo preguntarle, no sea que descubra que no tiene dientes, o algo peor. Ni un letrero, ni un alma. Subimos en el ascensor y vamos parando en varios pisos, a cada cuál peor. Tengo miedo de que en cualquier momento salga por allí Jason Voorhees, el de Viernes 13, y con la fiebre que tiene mi hija, es fácil que empiece a alucinar. Después de entrar y salir varias veces por el ascensor, decido desandar mis pasos y vuelvo a buscar a la chica de azul. Que por cierto, un inciso, ¿costaría tanto que explicaran a los usuarios el código de vestimenta de los hospitales? Que entre los que van de blanco, azul y verde, te haces un lío, y llamas doctora a la señora de la limpieza, y le pides a la cirujana que te traiga un rollo de papel de váter.

A lo que iba. Nada más verme, Miss Dientes Blancos me dice non avete trovato? Pues no, mire usted. Muy amable, le pide a un bombero que hay afuera que nos acompañe. Se me abren los ojos como platos ante la perspectiva de que un cachas buenorro de bombero italiano esté a menos de veinte centímetros de mí, pero, tal como lo veo, se me cierran de golpe, y sólo puedo concentrarme en seguir a duras penas sus grandes zancadas de pies metidos en botas insufribles para los 37 grados a los que estamos. Ay, qué mitificado está el mundo de la manguera... Nos hace atravesar lo que me parecen 100 kilómetros hasta llegar a un edificio casi peor que el primero. Al entrar, no hay nadie en recepción y sí dos familias esperando. Observo que hay que rellenar un impreso para que te atiendan y así lo hago.

Más de 20 minutos después, sale un señor vestido de azul, que nos va atendiendo por orden de fila. Cuando por fin me toca, me atiende, junto con el señor, un jovenzuelo vestido de blanco.

- ¿Qué le pasa?
- Tiene fiebre y dolor de garganta, creo que son anginas.
- Pasa, pasa por aquí - y nos hace entrar en el habitáculo de recepción, que, por lo visto, es dónde también hacen el triaje.

Le toma la temperatura: 39 y medio.

- ¿Qué ha tomado para la fiebre?
- Nada.
- ¿¿Nada?? - con cara de perosomalamadre, ¿con treinta y nueve de fiebre y no le has dado nada?
- No, es que estamos de vacaciones y no tengo nada... sólo Ibuprofeno
- ¿Y no ha tomado nada? - su cara es un poema. Imagino que la mía también.
La malamadre le responde: no, es que la fiebre le ha empezado esta madrugada, anoche sólo tenía dolor de garganta.
- Ya - teperdonolavida.

Me dice que tengo que esperar afuera. Al rato le dan un antitérmico. La sala se va llenando poco a poco de madres y padres con niños, casi todos vienen en pareja. Me pregunto si sólo porque es domingo y que si fuese un día laborable, cuál de los dos sería el que estaría allí. Mi hija se amodorra sobre mi regazo y yo me dedico a observar a la gente, ya que, sin datos ni wifi, no puedo usar el móvil más que para jugar al Monster's Buster. Algunas madres me dan conversación, así que me doy cuenta de que puedo pasar por italiana, cosa que mis padres, obviamente, no.

Al cabo de una hora y pico, nos atiende la pediatra, una chica joven vestida de azul, simpática lo justo. Medio nos entendemos, y me dice que tiene otitis de caballo. Antibiótico y antitérmico. Perfecto. Lo ideal estando de vacaciones, vaya. Me quiere dar el antibiótico en sobres y le pido que me lo dé en pastillas, ya que mi hija es como yo, no podemos con los potingues. Tengo que insistir varias veces y rebatir su argumento de: es muy pequeña para tragar una pastilla tan grande con el de: ya se lo ha tomado otras veces en comprimido. Finalmente me lo receta en pastillas, naturalmente con la misma cara que su compañero de recepción: somalamadre.

Cojo a la niña y salgo casi que a la carrera, mirando hacia atrás por encima del hombro, por si me han enviado a Servicios Sociales. Fijaos si era grande el Hospital, que la salida trasera da directamente al desierto del Sahara. Una calle derretida por el asfalto hirviendo, sin un solo coche ni peatón, que sólo faltaban pasar rodando los estepicursores (para que lo sepáis, son los arbustos en forma de bola que pasan atravesando las calles y carreteras del Lejano Oeste). Después de un cuarto de hora esperando que pase algo vivo por la calle, decido echar a andar hacia una calle más concurrida, cuando nos topamos con una entrada al metro.

- Lo siento, hija, vamos a volver al apartamento en metro... por aquí no pasa ningún taxi.

La malamadre en acción. Me justifico a mí misma, diciéndome que es bueno para ella, que le tengo que demostrar que no hay nada peligroso en ir en metro, que no va a pasar nada. Su cara de angustia me lo pone difícil. Finalmente hacemos el trayecto sin ninguna incidencia, ¿ves, cariño? La mama no va a dejar que te pase nada malo. ¡Toma mentira al canto!

Compro la medicina y, ya en el apartamento, la drogo y decidimos salir a comer, puesto que no tenemos nada en la nevera, excepto yogures y butifarra blanca.

- Mira, vamos aquí al lado, a la calle de detrás, que me recomendaron un restaurante que está muy bien, y así no nos alejamos mucho. Mama, no hace falta que te cojas la silla. Mira, yo me voy en chanclas y todo.

Claro. Me olvidaba que soy Yolanda. MarcaYolanda. Damos la vuelta a la manzana y el restaurante está cerrado los domingos. Qué raro, pienso.

- Bueno, pues vamos al que hay justo debajo del apartamento.

Miramos la carta, a 25 € de media cada plato. Estooo, no. Bajamos una calle, todo cerrado. Otra, todo cerrado. Y así, sucesivamente. Mi madre sin silla. Yo, en chanclas. Mi hija, con fiebre. Mi padre, cabreao.

- Oye, mira, ya está... cogemos un taxi y que nos lleve a la Fontana de Trevi, que allí seguro que está todo abierto.

Perfecto. Un trayecto de apenas 500 metros, 7 €. Efectivamente, está todo abierto, pero es Guirilandia. Precios abusivos y no sé dónde entrar. Finalmente, nos embauca una gancho con sus cantos de sirena:

- Mira, aquí tenemos este plato de pescado, que son 35 €, pero ¡es un kilo de pescado! Se puede compartir perfectamente para dos...

Mi hija, mami, me quiero ir al apartamento, mami, mami, mami... Mi padre, ¡maaadre mía qué caro! 55 grados a la sombra... ¡ya! ¡aquí mismo!

Entramos. Un local pequeño y vacío. Mal síntoma. Os pongo el nombre para que nunca, nunca, nunca, PERO NUNCA, se os ocurra ir. Ni siquiera aunque estéis en una situación como la mía: "Locanda Giuletta e Romeo", en la Via del Lavatore, 35, a pocos metros de la Fontana. Está claro que lo pagamos con creces. Pedimos el supuesto kilo de pescado, que es una pequeña dorada de piscifactoría, 2 gambas y 2 escamarlanes, creo que con algún mejillón, agua, dos Coca-Colas (a 5 € cada una), una tabla de melón con jamón y embutido, que lleva dos rebanaditas de melón Cantaloup (imaginaos el tamaño) con 2 lonchas de jamón, tres trocitos de queso y algunas rodajas de longaniza y chorizo, y un plato de espaguetis a la boloñesa para mi hija, que nada más probarlos, los vomita sin moverse de la silla. Entiendo que no es agradable, pero la cara de los turistas que hay en las mesas cercanas, es para grabarla. Los camareros y el dueño, antipáticos a más no poder, limpian el suelo, es que está enferma, se justifica malamadre con una sonrisa, sorry, sorry, pero ni así. Le traen un vaso de agua hirviendo con limón, que se la tome, que le hará bien, pero ¿¿cómo se va a tomar eso?? ¡¡¡Si entonces además de otitis va a tener quemaduras de segundo grado en la boca!!!! En fin, la bromita nos cuesta 98 € y salimos con más hambre de la que entramos. Los espaguetis nos los han cobrado igual. Si es que la culpa es mía, llamándose Romeo y Julieta, ¿cómo quería que acabara?

De salida del restaurante compramos algo de cena en un super y nos pasamos el resto del día encerrados en el apartamento, dormitando, viendo Canal Sur Andalucía y jugando con el móvil. ¿Hay mejor plan para pasar un domingo en Roma?


día 5: lunes

El lunes es nuestro último día en la ciudad y tenemos planificada visita al Vaticano y a la Capilla Sixtina. Al igual que hice con el Coliseo, saqué las entradas por Internet desde casa, para ahorrarme las colas, esta vez aquí. Normalmente, en el pack se incluye también la entrada a los Museos del Vaticano, pero, o eres realmente un apasionado de los museos, o se hace pesadísimo, pues hay miles de estancias repletas de tapices, esculturas, pinturas, objetos, joyas, vestidos, etc. Nada ostentoso, en la línea de la iglesia católica.

Tenemos la visita temprano, a las 9 de la mañana. Por suerte, mi hija ya se encuentra bastante mejor y podemos ir. El entorno de la Basílica es imponente y la cantidad de visitantes, aún más. Por suerte, descubro que ir con una persona en silla de ruedas facilita mucho las cosas. Nos abren muchos accesos y nos ahorramos colas, esperas y recorridos más largos. Visitamos la Basílica de San Pedro que, por supuesto, a mi madre le encanta. Está atestada. Digna de ver, la Pietá, de Bernini.


Resultado de imagen de la pietá
La Pietà

Bajamos a las criptas, un sótano dónde están enterrados un montón de Papas, pero, a mitad de recorrido, nos tenemos que dar la vuelta porque el trayecto continua subiendo unas estrechas escaleras, siendo imposible el acceso con la silla de ruedas. Como hay tanta gente, se forma un embudo humano, y nos da vergüenza decirle a mi madre que se levante y subir andando con la silla a cuestas, ¡¡no sea caso que la gente crea que se ha obrado un milagro y la líamos parda!! Aunque, bien pensado, podríamos haber sacado una pasta... jajajaja...


Interior de la Basílica de San Pedro




Después nos dirigimos a los museos, para acceder a la Capilla Sixtina. Cuando veo la cola un poco más y me desmayo, y me beso repetidamente por haber comprado las entradas por adelantado. ¿Cómo puede ser que, con lo que la gente accede a Internet hoy en día, toda esta multitud no lo haya hecho? Hay tres hileras de personas que dan la vuelta a una gran manzana. Nosotros accedemos por un espacio reservado a la derecha de esas filas, dónde no hay nadie; eso sí, voy empujando la silla de ruedas de mi madre cuesta arriba, que cuando llego a la puerta estoy por llamar a una ambulancia o montar el espectáculo del milagro divino de mi madre. Una vez dentro del museo, buscamos el acceso a la Capilla y, después de varias equivocaciones de acceso, de canjeo de las entradas, etc. (¿cómo no?), entramos.



 




























Detalles del interior de la Basílica de San Pedro, el Vaticano








Al ir en silla de ruedas, esta vez tenemos que dar toda una vuelta enorme para entrar a la Capilla, recorriendo un pasillo interminable que transcurre por una habitación tras otra, en las que no hay ni un ápice de pared desnuda. No quiero ni calcular el valor de lo que hay allí metido, y lo que eso significa en términos de globalización y de los valores que, supuestamente, defiende el cristianismo. Cuando ¡por fin!, entramos a la Capilla Sixtina, la verdad es que me quedo sin habla. En mis otras ocasiones en Roma no la había visitado y, la verdad, es impresionante. No dejan hacer fotos ni vídeos, aunque casi todo el mundo lo hace a escondidas. Yo, como soy tan normativa, aunque no os lo creáis, no lo hice. Nos sentamos en unos bancos que hay alrededor de la estancia y allí nos quedamos, absortos, contemplando la maravillosa obra de arte que inunda paredes y techo. Después de un rato, decidimos que ya no nos cabe más belleza en los ojos y decidimos irnos, a comer y a descansar.

Después de una reparadora siesta, mi padre decide quedarse en el apartamento a ver el fútbol (juega la selección española), ¡bastante bien se había portado hasta entonces! y mi hija dice que no se encuentra todavía demasiado fina. Así que decidimos salir mi madre y yo, ¡¡hay todavía tantas cosas por ver!! Entre taxis y empujando la silla de ruedas, que he desarrollado los bíceps de Thor, llegamos a la Piazza Venezia, dónde está el emblemático monumento a Vittorio Emmanuelle, más conocido como la máquina de escribir, por su característica forma. De ahí, bajamos por la Via dei Fori Imperiali y contemplamos las ruinas del Foro Romano que se pueden ver desde fuera y el Coliseo, a lo lejos. Pronto va a oscurecer, así que tomamos un taxi hasta el Trastevere, el barrio más precioso y romántico de Roma. Allí visitamos la Basílica de Santa Maria in Trastevere, callejeamos y cenamos, en un bar que os recomiendo también, por su excelente relación calidad-precio. Es un restaurante "de batalla", ruidoso y lleno de gente, no apto para sacarle el anillo de pedida a tu novia, pero sí para comer bien, bueno y barato si estás dispuesto a soportar un poco de bullicio y animación. Se llama Carlo Menta Talevi Luigi e Luciano.

Acabamos el día volviendo a Frigidarium, a comerme mi último helado. Y de ahí, un taxi hasta el apartamento, dónde, antes de meterse en la cama, hay que hacer maletas.


día 6: martes

El último día hay que levantarse temprano, pues el vuelo sale a mediodía. Viene el operario de la silla de ruedas a recogerla y después nos vamos. Decido, otra vez erróneamente, que podemos ir caminando hasta Termini arrastrando las maletas: mi amigo Google Maps dice que es un trayecto de 10 minutos a pie. Mi madre, nuevamente, no lo resiste. Tenemos que ir muy despacio, parando a cada rato, y lo peor es que, a medida que vamos avanzando, ya no vale la pena coger un taxi para tan poca distancia. El sol no tiene piedad, a pesar de que sólo son las diez de la mañana.

Finalmente, llegamos a la estación, dónde tenemos que coger un autobús hasta el aeropuerto (previamente, también online desde España, había comprado los billetes aquí). Recuerdo dónde estaba la oficina de la otra vez que estuve en Roma, así que nos dirigimos allí. Pero no la encuentro. Pregunto, y ¡cómo no! han cambiado su sede justo en la acera de enfrente, por lo que hay que atravesar Termini y darnos cuenta de que hemos dado una vuelta enorme tontamente. Al final, vamos muy apurados de tiempo y tengo que salir corriendo (yo, corriendo) hasta la parada, a suplicar que nos esperen. Cogemos el autobús por los pelos y me paso todo el trayecto abanicando mi cara color fresa de Huelva, mientras pienso qué coño debieron hacer mis padres cuando me concibieron para que el karma siempre me tenga reservadas este tipo de experiencias.

Me voy de Roma con un montón de visitas pendientes, algunas ya realizadas anteriormente, como la Bocca della Verittá, el Foro Romano y el Monte Palatino, la Piazza Espagna, etc. y otras, aún no exploradas, como Roma de noche, las catacumbas, la iglesia de Santa María la Mayor (a la que intentamos ir dos veces y las dos, estaba cerrada), el Panteón, los jardines de Villa Borghese, los museos capitolinos, el puente de Sant Angelo, el Campo di Fiori, el Ponte Milvio, las termas de Caracalla, el Circo Massimo, subir al Gianicolo o a cualquiera de las siete colinas de Roma.... ¡madre mía! ¡¡Si es que hay tantas cosas, que me voy a tener que ir a vivir allí!! Bueno, como, con la tontería, eché dos monedas a la fuente, igual me sale un novio italiano y ¡problema resuelto!