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viernes, 12 de enero de 2018

Pan con zumo de naranja y novelas del oeste

Es curiosa la mente humana y cómo funciona. Especialmente la memoria. Aquellas cosas que recordamos claramente y con todo lujo de detalles y aquellas otras que, a nuestro juicio, nunca han existido en nuestra vida, aunque nos pusieran un vídeo que lo demostrara. Mi memoria está fatal. De joven, presumía de tenerla prodigiosa. Ahora, parecería que la muerte neuronal propia de la edad y mi garrapata me estuvieran preparando para un incipiente Alzheymer. Sin embargo, hay cosas que recuerdo con absoluta nitidez. Como la casa de mi abuela.

Yo no tendría más de cuatro o cinco años, pero la recuerdo perfectamente. Una casa de un pequeño pueblo de Castilla La Mancha, con sus calles anchas, polvorientas y soleadas, y sus casas con paredes encaladas y rodapies pintados de azul o de gris. Hablo de antaño, no de ahora, cuando otros estilismos más modernos han invadido ya esos santuarios. No, hablo de antes. Cuando las ventanas tenían rejas y las rejas protegían persianas verdes de láminas de madera que se enrollaban hacia arriba con una cuerda. De cuando había pocos coches y las calles estaban llenas de niños jugando. De cuando los mozos y las mozas iban los domingos "al roce" y las viejas, después de cenar, sacaban sus sillas de madera y esparto para tomar el fresco y despellejar a las vecinas.

A casa de mi abuela se entraba por "la portá", dos puertas grandes de madera por las que se accedía a "la cochera" (lo que hoy en día conoceríamos como el garage), aunque mis abuelos, obviamente, no tenían coche, sino carro. Al entrar, había un patio grande, con el suelo de cemento pulido y un pozo en el centro. Un pozo de los de verdad, de los que se bajaba y subía un cubo para coger agua para beber y cocinar. Solía estar cubierto con una rudimentaria tapa hecha de tablones, supongo que para evitar accidentes. Pero cuando no lo estaba, me fascinaba ponerme de puntillas y, en un imprudente salto, auparme para mirar hacia dentro, de manera que la línea de mi estómago se apoyaba en la arista del pozo y mi cuerpo se balanceaba, a merced de que la suerte decidiera hacia qué lado se decantaba mi equilibrio corporal.

Nada más entrar, a la derecha y pegado a la portá, había una especie de almacén, con una única y pequeña puerta y sin ventanas. Recuerdo pilas y pilas de sacos de patatas, desde el suelo hasta el techo, y cómo me gustaba trepar por ellos hasta llegar a sentarme en el más alto.

Al fondo y a la izquierda del patio, se desplegaba la vivienda, a la cual se entraba por "la cocinilla". En las casas de La Mancha era típico que hubiera la cocina y "la cocinilla". La primera era una cocina convencional, parecida a como la conocemos hoy en día, con sus armarios, sus fogones y su fregadera, pero que se usaba raramente, apenas para lavar los cacharros. La segunda era un espacio mucho más rudimentario, con una chimenea y alacenas, que era dónde realmente se cocinaba, se comía y se vivía.

De la esquina derecha del fondo del patio, nacía una escalera que conducía hasta "la cámara", una suerte de despensa y trastero. Un lugar fresco, seco y oscuro, en el que solían colgar del techo ristras de chorizos caseros y de ajos y la ropa recién lavada. Dónde había decenas de melones por el suelo, las espuertas de la vendimia, zapatos viejos, todo tipo de trastos y enseres, y, sobre todo y lo más importante, el cofre de los tesoros. De entre las maravillosas cosas que podía encontrar allá arriba, lo que más adoraba eran las novelas del oeste de mi abuelo: pequeños libretos amarillos y polvorientos, con olor a moho y añejo, sin dibujos, de esos que podéis encontrar hoy en un mercado de libros de segunda mano. Contra todo pronóstico psicopedagógico para una niña de cuatro años, los devoraba con fruición casi religiosa. Me sentaba en las escaleras y leía una novela tras otra, con la boca abierta, absorta, bajo la protección de la baranda de piedra encalada que ocultaba mi cuerpo, ajena a las llamadas de mi exasperada madre.

De la vivienda en sí, recuerdo más bien poco. La pequeña mesa redonda de la cocinilla, ubicada junto a la ventana que daba al patio, dónde comíamos. El delicioso pan de pueblo recién hecho, que mi bisabuela me enseñó a comer con el zumo exprimido de una naranja. Su olor, su exquisito sabor. Algún tipo de medicamento o vitamina que me daba mi madre en ampollas de cristal, que tenían el sabor y el color de la Coca-Cola. El fuego constante en la chimenea y la burbujeante olla de color granate junto a él. Las mujeres en la casa. Y mi felicidad.