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viernes, 29 de mayo de 2015

Del dolor de cabeza al vouyerismo, en un viernes cualquiera

Mi amiga Isa siempre me dice "¡lo que no te pase a ti!"... ¡y qué razón tiene!

Es viernes. Salgo tarde del trabajo, con un dolor de cabeza horrible y un humor de perros. Ante mí, la perspectiva de tres días de fiesta, de los que me voy a pasar buena parte haciendo informes, en lugar de tumbarme al sol, como había previsto y sería lo sano. No llego a tiempo a coger mi bus. Así que decido, de manera unilateral y no consensuada, que me voy a comer a uno de mis sitios preferidos.

En el Foster's Hollywood me tienen un rato esperando. Finalmente, me ubican en una mesa individual, entre un pilar y una estantería, que claramente, un día pasó el jefe por allí y dijo:
 
- ¡anda! Si en este pasillo de 40 centímetros se puede poner otra mesa...
- pero jefe, que quedará muy estrecho - le dijo el camarero nuevo que nunca llegó a ser antiguo.
- ¡pues aunque sea se pone vertical!
 
y ahí que la colocó.

Después de aguantar al soporífero y empalagoso Mouri y conseguir pedirle mi plato favorito, me entrego al placer de la lectura mientras pienso que hoy en día es imposible ver a alguien en un restaurante, comiendo solo, que no esté utilizando algún aparato electrónico o con un periódico o un libro. Yo ahora estoy leyendo "Legado en los huesos", de Dolores Redondo, y me tiene tan absorta, que apenas soy consciente de lo que ocurre a mi alrededor y eso que el nivel de decibelios del local debe rebasar el de la II Gerra Mundial. Hasta que levanto la vista y veo a la pareja que tengo enfrente.

Están en una de esas mesas con sofá y lo primero que pienso es que sólo son 2 en una mesa de 6. Pero cuando voy a volver a mi lectura, hay algo que llama mi atención: detecto que hay un juego, sutil, en el aire. Se miran a los ojos, como si no hubiera nadie más alrededor. Son jóvenes, muy jóvenes, pero se ríen y bromean de manera aún más infantil, cómplices, en un lenguaje privado. Hacen tonterías, como pinchar dos patatas con palillos y hacerlas bailar claqué. Sonrio y vuelvo a mi lectura, pero mi capacidad de concentración va en sentido inverso a mi curiosidad y a mi dolor de cabeza. Estoy convencida de que aquí hay tema.

Cuando vuelvo a mirar, veo que están en esa postura típica de acercamiento íntimo, los troncos echados hacia adelante por encima de la mesa, se acarician las mejillas y el pelo, hasta que levantan el culo del asiento para darse un pico. ¡Lo sabía! Después, la chica alarga una mano por encima de los platos, desabrocha con cuidado la camisa de la otra, y su mano desaparece entre sus pechos... Se pasa un buen rato acariciándole las tetas, mientras la acariciada no deja de hablar y reir a carcajadas y sin perder un instante el contacto ocular. Les importa una mierda que las vean, es una cosa entre ellas dos.
 

Yo estoy como hipnotizada, azorada por lo que veo. No me malinterpretéis, me hubiera quedado igual si hubiese visto a una chica meterle la mano en los pantalones a un chico, no es un tema de orientación sexual. Y no soy una mojigata, pero lo que veo me despierta sentimientos contradictorios: vergüenza, curiosidad, diversión, aprobación y desaprobación a partes iguales. El caso es que me dan ganas de sonreir y no puedo evitar levantar la vista del ebook cada dos segundos. Por supuesto, ya no sé ni lo que leo. Hasta que me ven.

En algún momento se dan cuenta de que las he visto. Y saben que yo sé lo que están haciendo. Y a partir de ahí, me incluyen en su juego. Ahora somos las tres las que no podemos evitar encontrarnos con la mirada. Yo, roja como un tomate. Bueno, como una sandía. Como una fresa, un semáforo, el lápiz de labios de Marilyn Monroe. Roja, roja. De rojo puta. Ellas, muertas de la risa. La acariciadora se levanta y se sienta en el sofá de la acariciada. Y empiezan a besarse y morderse el cuello, entre risas y miradas de soslayo a la pardilla, que no puede dejar de mirarlas, que soy yo. Las manos se deslizan por dentro de la ropa y por debajo del asiento, en un lío de manos, botones y vaqueros. Y me quedo de piedra-atónita-estupefacta al notar en mí los primeros indicios de excitación sexual. Es hora de irse.
 
Me levanto atropelladamente hacia la salida mientras me repito mentalmente no las mires, no las mires, no las mires.  Por supuesto, una situación ridícula merece una salida ridícula, así que, cuando me levanto, se me caen todos los papeles que llevo en un portafolios, requiriendo la ayuda de Mauri y un camarero buenorro, que para mí que se ha quedado con toda la historia.
 
Recojo del suelo los pocos trozos de dignidad que han quedado y me dirijo a la salida lo más rápido que puedo, llevando conmigo un dolor de cabeza que ahora ya abrasa, las risas de las chicas y un tremendo calor entre las piernas. Cerca de la salida hay un grupo en una mesa con camisetas de AC/DC. Sonrío, pensando en la promesa de lo que será esta noche.
 

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